Está de moda aquí y en Pekín poner a caer de un burro a los políticos, gremio que al parecer agrupa a todos los sinvergüenzas de la nación. Como si la sinvergonzonería no estuviese aleatoriamente repartida entre todas las clases, individuos y grupos sociales de cualquier país. En realidad, la política es un noble oficio que, competentemente ejercido, sirve para evitar las guerras e incluso para crecer la prosperidad de las naciones. Aristóteles decía que es el arte de lo posible, aunque algunos -o acaso bastantes- políticos la entiendan como el arte de hacerse una pequeña fortuna durante su paso por el cargo. Será por eso que ha calado aquí el bulo de que el contribuyente español alimenta a más de 400.000 políticos: casi el triple que los de una Alemania que nos dobla en población. Repetida miles de veces en internet, la leyenda ha alcanzado el rango de verdad, según los principios de Goebbels. La cifra que tan alegremente circula por ahí es de 445.568 políticos con nómina, lo que le presta particular credibilidad. No hay como extremar el dígito e incluso ponerle decimales para que un número parezca fruto del cálculo más exacto y riguroso. Son en realidad menos lobos -o menos políticos- de los que veía Caperucita. Sumados los que cobran del Gobierno, el Congreso, el Senado, los ayuntamientos, las diputaciones, los ejecutivos y parlamentos autonómicos, la administración paralela y los felices 54 europarlamentarios que le corresponden a España, la cifra andaría más o menos por los 100.000, que tampoco es moco de pavo, pero no es lo mismo. Aun siendo más falsa que una moneda de tres euros, la leyenda de los 400.000 sirve para avalar la idea de que la culpa de todo lo que ocurre en España -incluido el mal tiempo- la tienen los políticos. La solución, a juicio de los más detallistas, pasaría por suprimir los 17 reinos autónomos -que ellos llaman «reinos de taifas»- para que, hale, hop, las cuentas de ingresos y gastos cuadrasen. Curiosamente, muchos de los que abogan por esta medicina son a la vez grandes admiradores de Estados Unidos y Alemania, países donde rige un sistema federal más avanzado que el de nuestras módicas autonomías. Quizá diesen un respingo de saber que el Parlamento de la Ciudad-Estado de Berlín cuenta con 130 diputados; o que en la República Federal existen 16 estados federados con sus gobiernos y cámaras legislativas. Más o menos como en España. Pasan igualmente por alto que el grueso de gasto de las autonomías españolas se dedica a Sanidad y Educación: dos prestaciones -digámoslo así- en las que poco podría ahorrar la Administración central del Estado aun en el caso de que recuperase esas competencias. Ya puestos, el máximo ahorro se obtendría sin más que suprimir a todos los políticos electos dejando uno solo al mando, como en tiempos del general más general. Nos ahorraríamos así el coste millonario de las elecciones y, por supuesto, las nóminas de los imaginarios 400.000 y pico de políticos que, al parecer, descompensan las cuentas públicas. El único y mínimo inconveniente es que nada de eso es verdad. Por mucho que exageren las Caperucitas nostálgicas del mando único, la democracia sigue siendo aquello que definía Churchill: «El peor de los sistemas políticos? si se exceptúan todos los demás».