La prensa no dispone de páginas suficientes para narrar los sucesivos escándalos del PP. Lo mismo sucede en los informativos radiados y televisivos. Ni el infinito contenedor digital abarca a Ignacio González, Aguirre, Rajoy, López Madrid, Correa, Marhuenda, Villar Mir y demás personajes que no deberán molestarse por aparecer hoy amontonados, cuando antaño presumían de su rentable camaradería.

Ha caducado el genérico «nos avergüenzan», que la dirección popular oponía a cada nuevo caso de robo etiquetado con sus siglas. La tercera persona envuelve por completo al partido en la esfera penal. Sin embargo, esta evidencia no obliga a entregarse a la catalogación de «organización criminal», que el cancerbero del PP en la fiscalía Anticorrupción ha logrado detener en el gran atraco del Canal Isabel II.

El PP debe buscar amparo en la patología protectora. Acumula suficientes casos de corrupción para que su conducta generalizada deje de considerarse un vicio nefando, y pase a encasillarse como una enfermedad de la que compadecerse. La confesión en público que inicia todos los procesos de rehabilitación, «somos unos adictos», no solo allanaría la recuperación. También suscitaría las simpatías ciudadanas. Y sí, se trata de una adaptación de los «yonquis del dinero», así bautizados por el arrepentido valenciano Marcos Benavent.

Se advierten ya algunos pasos en la buena dirección. Ahí está la «conmoción» regada con lágrimas que asegura haber sufrido Esperanza Aguirre, al enterarse de la detención de su amado sucesor. Nadie como Marhuenda para reconducir los escándalos con fondos públicos hacia un problema sanitario. Su legendario «ya nos hemos inventado una cosa muy buena para darle una leche» no supone una declaración de matonismo periodístico, según entendería un lector poco avezado. En la explicación del humorista, se trataba de consolar a un amigo atribulado. Se inventa de este modo el concepto de corrupción benéfica o altruista, para subsanar la adicción desde un espíritu solidario que ningún alma sensible se atrevería a profanar.

El diagnóstico de la conducta habitual en el PP como un adicción interrumpiría la proliferación de términos vejatorios. Incluso los columnistas de impecables credenciales conservadoras hablan hoy de «lodazal» o de «putrefacción», ya no se bromea que los populares están a un imputado de la mayoría absoluta. Ninguna persona decente se refiere en estos términos denigrantes a un enfermo.

La adicción del PP a la corrupción sustituiría la explosiva indignación por una oleada de sentimientos compasivos, por emplear el término piadoso que popularizara Bush antes de aplastar Irak. Sin ánimo de adoctrinar a los tribunales, la supresión de la voluntad que desata una conducta obsesiva no solo amortiguaría el impacto mediático. También atenuaría las condenas contra los corruptos, que no culpables.

La hoguera de la corrupción ha empujado a una carrera apresurada en pos de las consecuencias del recrudecimiento de la epidemia. De nuevo, se incurre en el error de considerar que los efectos deben ser proporcionales a las causas, olvidando que Rajoy ha anulado el principio de causalidad. Además, la supervivencia de un Gobierno acosado por las malas prácticas del partido que lo sustenta solo depende de que no flaquee su sumiso aliado, el PSOE.

En tiempos de Alfonso Guerra, el Gobierno ya sería historia. En la actual configuración de los socialistas como apéndice del PP, no hay riesgo de fractura ni de resquebrajadura. Con todo, el argumento de una corrupción adictiva facilitaría el entreguismo y constituye un excelente argumento redentor para el PSOE, en cuanto avalista a muerte de las decisiones de Rajoy. La traición obtendría el rango exculpatorio de obra de caridad. Los socialistas se igualarían en catadura moral al compasivo Marhuenda y a la conmocionada Aguirre.

Mientras la afición asiste estupefacta a la curiosa autodestrucción de un partido desprovisto de oposición, Podemos se desliza hacia el infantilismo de su autobús inspirado por Hazte Oír. Dado el auge de la corrupción del PP, los discípulos de Pablo Iglesias tendrán que fletar un AVE para retratar a todos los afectados. En fin, el sano escepticismo a la hora de contemplar la enfermedad de la corrupción obliga a recordar que la adicción del PP no ha influido en la adicción al PP. Dicho del revés, no necesitaban corromperse para ganar elecciones.