Los libros, qué heroicidad. Se siguen escribiendo, publicando, leyendo. Quizás menos que antes, pero todavía en avalancha. Una torrentera de páginas que hacen más respirable y entendible la existencia. Un alud de ideas, imágenes, datos, personajes. Una montaña de emociones. Los libros se siguen manteniendo vivos contra viento y marea, contra la irrupción de las nuevas tecnologías, contra los augures y profesionales del pesimismo. Héroes de pasta de papel que defienden de manera tenazmente altruista nuestros circuitos neuronales y nuestras terminaciones nerviosas de los ogros cotidianos, de los gigantes malhumorados que acechan nuestra alma, de las hordas salvajes que avasallan la realidad que nos concierne. Nos hacen mejores porque nos protegen (y nos dan armas para que nos protejamos a nosotros mismos) de las ínfulas, las traiciones y los menoscabos de nuestros peores inclinaciones. Libros minúsculos (un poemario, una novela corta, un manifiesto, una obra de teatro, un opúsculo filosófico, una colección de artículos) cuya musculatura moral es suficiente para poner a raya todo un ejército de facinerosos indeseables. Libros que, sin importar su grosor o su tema, desfacen entuertos en aras de un ideal (hacer más habitable el mundo) y por puro amor a la verdad, a la inteligencia, al sentido, al orden ético, a la claridad de un universo bien estructurado, a la comprensión de todo lo comprensible.

Libros que se amontonan en las estanterías como llaves, como puertas, como océanos, como vehículos espaciales, como cestas de alimentos frescos, como escaleras, como telescopios, como ropa de abrigo, como cuevas. Basta coger uno cualquiera de ellos, sentarse (en un cuarto silencioso, en el banco de un parque, en el asiento de un tren o de un avión, a la orilla del mar o de un río, en soledad o acompañado, tumbado en una hamaca), ponerse a leer y saber (de pronto, porque sí, para siempre) que ahí comienza todo. De nuevo todo: un comienzo infinito que no anula lo que hemos sido hasta entonces (al contrario, lo ilumina, lo hace más hondo) sino que nos lanza a otra dimensión donde lo posible tiene mil y un modos de expresarse y de ser.

Es, dice el calendario, día de libros y por eso se venden con descuento, los autores los firman y mucha gente acostumbra a regalarlos, con o sin rosa, a sus próximos. Pero un día sin libros es un día perdido, un día tonto, un día que se nos ha escurrido de las manos sin darnos cuenta, un día que nos hemos robado a nosotros mismos. Un día sin libros es, de hecho, un día menos, un día que nos resta algo esencial en la contabilidad de lo que somos y nos pone en deuda con nuestro mejor yo. Por eso, y aunque está bien que de vez en cuando se les destaque con celebraciones, cada año debería tener 365 (366 los bisiestos) días del libro.

Los libros, esos héroes que, a cambio de unos pocos euros (o gratis si uno acude a las benditas y numerosas bibliotecas públicas, algunas de las cuales están extraordinariamente bien surtidas), están dispuestos a partirse la cara por nosotros, siguen soñándose, redactándose, editándose: un misterio gozoso que debemos agradecer a quienes se dedican a que esta cadena no se detenga y que, sobre todo, debemos usar a mayor gloria de la libertad, de la belleza, de la imaginación, de la sensibilidad y de el entendimiento. Libros como hachas, como piraguas, como caballos, como estrellas, como lagos, como senderos, como péndulos, como velas, como metrónomos, como la sal y la pimienta, como sorbos de agua.