Ya nadie defiende a Rodrigo Rato. Ni los viejos amigos de escollera. Ni el Madrid. Ni las cajas rurales. Ni los primos de camisa de Bertín. El que fuera el alfil del salvador de la patria, el tío que mojaba con esto de la economía, era también el hombre que sabía demasiado, aunque casi todo en materias difusas, naturalmente engolfadas. Se pasa Rato de la protección a destiempo del ministro, del arrullo de la banca, al sonrojo judicial. Al exministro, exFMI, extodo, se le intuye ahora más contrito. No por escrúpulos ni por moralinas, sino por la posibilidad de verse algún día desembozado de su yate. El camino es conocido de sobra. Una especie de itinerario común para la camarilla Aznar, estrellada una y otra vez en causas judiciales, en amistades peligrosas, de referencia sumarial. Blesa, Trillo, Rato. El macarrismo hecho legión. Rodeado de centinelas ciegos, de los políticos con complejos de reina, de Pantoja, de infanta, de la gente que no se entera de nada. A Rajoy, en su funcionariado omnipresente, alguien debería ajustarle el radar. El viejo loco poder de la intuición, que de tan amodorrado, casi es imposible que no suene sospechoso. La aparatosa equidistancia. El exceso de discreción. La falta de voluntad política para atajar con medidas estructurales los problemas estructurales. Y la corrupción lo es. Por más que muchos se refugien en el aguirrismo y la teoría hobbesiana y quieran ver el asunto como un dislate puntual de ovejas descarriadas. Falla la condena, fallan los controles y sobra la tentación. Ahora sumada al pecado a veces no venial de la arrogancia. Aznar dice por las verbenas que no se arrepiente. Y uno percibe en esa frase cómo se derrumba la cortina que separa el cinismo de la autoindulgencia platónica. Siempre es preferible vivir en un país mezquino que en uno de fanáticos. Fundamentalmente porque el que roba a conciencia es un granuja, un mafioso, pero el otro un delicuente con religión. Con fe y discurso para llevarse al tajo, sin empatía ni conciencia del error. Hubiera sido muy instructivo echarle agallas y grabadora a la conversación de Fernández Díaz y Rodrigo Rato en el ministerio. Uno se imagina todo tipo de chifladuras, de falsas conspiraciones. «Me critican porque soy guapo, rico y joven», dice Christiano Ronaldo. De nuevo, la tautología aznarista, tan presente en casi todos los protagonistas de las grandes inmoralidades históricas. España no me quiere, España me persigue. La salmodia pija de estos tiempos. Pasando desde la ministra miss Vuitton a los confines solariegos de Alhaurín El Grande. Volvemos a estar a tope con mi distopía: el regreso a la política de Aznar en 2022, esta vez como candidato y salvador de Marbella. Ahí el Real Madrid no está fino. Debería ofrecerse como garantía y fagocitar la ambición de este tipo de hombres de Estado. Mejor en el fútbol y en el Madrid que con el dinero de todos. Y sé de lo que hablo. Soy colchonero roussoniano. Conozco los caminos de ida y vuelta de señoritangos de este jaez. La complicidad entre el cemento y la política ha sido tan amplia en este país que va siendo imposible distinguir entre los dirigentes y los promotores. La España monoteísta, la España canjeable. Y, además, declinada en su fanatismo más zafio. Ojalá esta tierra laboriosa y zarandeada fuera un sitio con sentido público y responsabilidad. Y no el chambao insolente de los Gil, de los Díaz Ferrán, de los Pujol y Ferrusola, de los Rodrigo Rato. Tantos autos, tantas evidencias, tanto dinero ultramontano se debe dejar correr antes de retirarle a tu colega la palabra y el carné. «Quiero un Gobierno como el de Jaume Mata», terciaba Rajoy. Vivan las dioptrías, el compadreo, los plasmas, el amor fou.