Se ve que se conocían de antes. O no, cualquiera sabe. Allí parada, delante de la ventanilla. Que si se va el niño a Chile. «Sí, sí, a Chile». Que si no está ella muy tranquila. Que si se va a ir para la casa porque la vecina compró el otro día medio kilo de cazón -intuyo, pero no alcanzo a conocer la conexión causa y efecto-. Que si no se qué mientras que al otro lado le hacía ese gesto con las cejas. Ese arqueo, leve, no como el de Sobera. Como diciendo. Como intentando evitar la brusquedad del «apártate Antonia, cojones, que este señor quiere echar el Euromillón». Que sí que es brusco, pero que es justo y necesario.

Si tuviera que resumir con alguna frase mi forma de actuar en relación a los demás en la calle, en un comercio, en el trabajo o en la cola del cine, o dónde sea, bastarían dos palabras: no molestar. Así de simple, pero se ve que es igual de complicado. Si Míchel quiere que su Málaga CF moleste y no caiga tan simpático, yo quiero lo contrario. Ser más o menos gracioso a la hora de comprar el pan, la verdad, me da exactamente igual mientras me den bien el cambio. Me tuve que morder la lengua el otro día cuando dos caballeros se enzarzaban en una discusión sobre quién daba la vez. «Bueno, técnicamente soy yo el último, je, je, je», decía el recién llegado a la panadería, en una conversación que se alargó más allá del tiempo que estuve en el local, que no fue poco. Y como ellos, la gente que habla a gritos en los ascensores; los que fuman en un restaurante aireando sus volutas de humo y su futuro enfisema a su alrededor, mesas y comensales incluidos; esa pareja que tras siete minutos de cola mirándose las pupilas, el alma o el Instagram, llega a la barra del bar del cine para dedicar el mismo tiempo a escoger entre palomitas y Coca Cola o Coca Cola y palomitas; quienes caminan durante un día lluvioso con el paraguas abierto bajo techado; aquellos que aparcan su coche en los centros comerciales como en una cancha de tenis -¿Ha tocado línea? Pues está dentro-. Y tantos y tantos otros. La lista sería inmensa, pero paro ya, que no quiero molestar. Y no me meto en el tema vecinos, porque directamente interpreto que si quienes viven pared con pared con nosotros cantan por Chenoa como si tuvieran en su habitación una audiencia de miles de aficionados sin importarles la hora, el momento o el pladur, más allá de las cuatro paredes de su casa su comportamiento no distará mucho del de la protagonista del primer párrafo. Antonia, gracias, pero apártate.