Mi primera maestra malagueña fue María Zambrano, a la que traté desde que, después de que regresara del exilio, se instalara en Madrid en un piso muy cerca del Retiro. Fueron años de visitas (viajaba desde mi Sevilla natal en agotadores viajes en tren de ida y vuelta), de grandes enseñanzas y de retos. Un día me pedía, entre exigente y pícara, que no regresara a verla hasta que le consiguiera una flor azul, por ejemplo. Cuando la encontré en una novela inacabada del romántico alemán Novalis (porque era a esa flor azul, que simbolizaba la pureza de la poesía y del pensamiento, a la que ella se refería) me volvió a abrir las puertas de su casa. En otra ocasión me hacía un examen por sorpresa sobre unos de sus textos preferidos, el de Aristóteles sobre el alma, que ya me había advertido que estudiara, que no me aprobó hasta que no mencioné una humilde hormiga que correteaba inocente por entre sus páginas. María era así: intensa y dulce, entregada y lejanísima, palabrera y silenciosa. Y esos libros suyos que llevo inscritos letra por letra a fuego en mi piel y que repaso cada vez que corro el riesgo de traicionar lo mejor de mí mismo.

Mi segundo maestro malagueño fue Rafael Pérez Estrada. Ya he contado muchos de los milagros que ese hombre mágico e irrepetible obró sobre mí. Un ser ingrávido con los pies muy bien puestos en el suelo. Un alucinado con altas dosis de lucidez, de sentido común y de ética cotidiana. Un hilandero en su rueca de metáforas trabajando día y noche que siempre aparecía lozano ante uno, fresco como después de haber dormido doce horas. Un funámbulo en su cable con un único temor: no caer (o terminar de caer) hacia arriba, no estrellarse contra el cielo.

Querídísima María, queridísimo Rafael: qué hubiera sido de mí sin ellos.

Mi tercer maestro malagueño ha sido este periódico, La Opinión de Málaga, donde he estado escribiendo cada domingo desde su fundación hace ya, si no me equivoco, 18 años. Casi 1.500 páginas escritas en total que me han ayudado definitivamente a construirme como escritor, como persona, como ser social y como parte (pequeña pero vivida por mí con pasión) de una de las dos ciudades que siento como propias (la otra está en la India y se llama Benarés). Sin esta ventana, estoy convencido, hubiera madurado más torpe, más desfeliz, más romo, más torcido. Por eso este periódico ha sido un maestro para mí, una suerte de guía: por la confianza y la libertad que me ha dado durante tanto tiempo, por la gozosa obligación que me imponía (o me auto-imponía) de pensar algo original (o no muy manido) y transcribirlo de manera que tuviera un mínimo de sentido y de dignidad literaria, por el privilegio de compartir tantas cosas con mis vecinos del sur mediterráneo. Quiero aprovechar esta última columna para agradecer a quienes han hecho posible lo que para mí ha sido un milagro semanal el inmenso regalo de haber puesto, sin condiciones ni consignas, este rincón de Málaga a mi disposición. A sus directores (Joaquín Marín, Tomás Mayoral y Juande Mellado) y al poeta y columnista Álvaro García, que en el año 1999, por encargo del primero de ellos, propuso una serie de colaboradores entre los que me encontraba. Y a los lectores que a lo largo de este tiempo han tenido la amabilidad de leerme y con los que ojalá pueda reencontrarme pronto porque he aprendido a necesitarles más de lo que nunca hubiera pensado. Gracias de corazón a todos.