La historia suena a antigua. En mayo de 2002, la victoria de Chirac tras la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en Francia impidió la llegada de Le Pen al poder con su programa de extrema derecha de la mano. Quince años más tarde es la hija del entonces candidato, Marine Le Pen, la que remueve otra vez las conciencias logrando pasar la primera criba, batiendo todos los récords de su partido por más que los resultados que ha sacado no sean los que las encuestas pronosticaban. Es probable que de aquí a unos días la unión de las demás fuerzas impida una vez más la llegada al Elíseo de quien basa sus propuestas en la xenofobia y el antieuropeismo. Pero parece llegada la hora de la reflexión ante esa nueva amenaza.

La simple organización de un referéndum para la salida de Francia de la Unión Europea, uno de los principales puntos de la campaña de Marine Le Pen, supondría después del brexit la gota de agua capaz de terminar con el proyecto continental. Pero incluso de conjurarse ese desastre, el resto del programa del Frente Nacional sería suficiente para arruinar buena parte de lo que aún es una Europa en embrión. Sólo por ese peligro, y dejando al margen la retahíla de preocupaciones que se desprenden del populismo de la extrema derecha francesa, cabe plantearse qué esperan para reaccionar los partidos tradicionales que, a izquierda y derecha, han sostenido hasta ahora el Estado del bienestar.

Los socialistas y los gaullistas son los grandes perdedores de las elecciones francesas. Pero queda por saber quién gana, y no me refiero tanto a Macron, el probable beneficiario de ese tremendo fracaso al que han llevado Hollande al socialismo y Fillon a la derecha gaullista, como al tipo de política que Francia va a seguir. Si bien no cabe comparar la amenaza de Macron con la de Le Pen, ambos contrincantes para la presidencia coinciden en presentarse como garantes del cambio. ¿Cambio hacia dónde? ¿Qué podrá hacer Macron, si gana, al no contar con un gran partido a sus espaldas? Se habla ya de un Frente Republicano para frenar el Frente Nacional pero lo cierto es que esas grandes palabras sirven de poco en el día a día de la gestión política.

En ese hecho descansa el principal problema del populismo, tal y como se comprueba a diario mediante las noticias que nos llegan desde los Estados Unidos cada mañana. Con todos sus defectos, los partidos tradicionales tenían clara una determinada forma de gobernar, una alternativa por la que los ciudadanos podían votar sin tener demasiadas dudas acerca del estilo de las leyes que habrían de ir tejiendo el entramado de cada presidencia. Con el populismo no se sabe hacia dónde se va pero tampoco por qué camino, salvo que sea directamente el del abismo que Marine Le Pen propone. Y quizá la peor conclusión a sacar sea la de que esa situación de perplejidad y duda que nos llega desde Francia puede repetirse en otros países. Por ejemplo, en el nuestro.