Tras cien días de permanecer al mando, Donald Trump sigue con sus discursos de campaña. En Harrisburg, Pensilvania, frente a una multitud de seguidores blandiendo carteles que decían «promesas hechas, promesas cumplidas», el Gran Jefe Blanco hizo lo que ha hecho otras muchas veces: alardear de su victoria electoral, reprender a los enemigos de los medios que «publican noticias falsas», atacar al Partido Demócrata, y, a la vez, predicar el nativismo y el nacionalismo entre sus partidarios. El objetivo es restaurar un mundo perdido en el que el blanco de clase media trabajadora estadounidense de educación limitada pueda conseguir un empleo para toda la vida. A pesar de sus bajos índices de popularidad y la falta de victorias legislativas importantes, Trump reitera que su proyecto revanchista está en marcha. La única razón por la que este hecho no es reconocido de manera más amplia se debe a que los periodistas de Washington no informan de la verdad. «Sus prioridades no son mis prioridades, y no son sus prioridades, créanme», dijo de ellos. A su juicio todos los que no comulgan con él son parte de un sistema global que se ha beneficiado del robo mundial y el saqueo de la riqueza americana, a costa del trabajador. Una gran lección de populismo y de demagogia barata. La retirada de Estados Unidos del acuerdo Transpacífico y la creación de cientos de miles de puestos de trabajo, incluyendo 99.000 empleos en la construcción, 44.000 en la manufactura y 27.000 en la minería son, según sostuvo, sus grandes logros. «Amamos a los mineros», recalcó varias veces. Desde hace tiempo, Trump se ha concedido a sí mismo el privilegio de reescribir la historia. Para ello se propone bajar los impuestos.