«Cuando no se sabe el rumbo todos los vientos son malos», me dijo una vez un marengo, que es como en Málaga llamamos a los que viven de la mar y sus oficios. Estaba el tipo, aquella mañana, repasando unas redes y aguantando a un periodista novato que no hacía más que preguntas, casi todas absurdas. La sentencia se me pegó a la conciencia y me ha acompañado desde entonces, treinta años lleva conmigo sin el menor asomo de deterioro. Y me he acordado de ella esta mañana, cuando he sabido que el Gobierno quiere impulsar un plan de lectura obligatoria en las escuelas, a razón de una hora diaria pero, eso sí, fuera del horario lectivo. De modo que un día quitan la Literatura del Bachillerato y al otro la imponen en los colegios. Hoy para levante y mañana para poniente, que quizás sea la forma más exacta de estar siempre en el mismo sitio.

Aunque nuestro habitualmente feroz refranero avisa de que «a la fuerza ahorcan», no he sido nunca partidario de los placeres obligados. El camino de la obligación es el más directo hacia el odio, y los libros no pueden permitirse más enemigos. Y no es que uno se oponga a eso que llaman «plan de fomento de la lectura», al contrario, ya que la aspiración de quienes escribimos es ser leídos por cuantos más, mejor, pero entre «fomentar» y «obligar» hay un abismo tan insalvable que produce un miedo enorme.

No recuerdo cuál fue mi primer libro, aquel que llevaba la dosis necesaria para convertirme en adicto irrecuperable ya para siempre. No me acuerdo de cuál fue, pero intuyo que ni siquiera lo leí yo mismo, sino que me llegó a través de la voz de otro, es probable que la de mi hermano Manuel, que era quien más se ocupaba de esas cosas, quien hizo conmigo un auténtico «plan de fomento de la lectura» que me durará toda la vida.

Aquella primera dosis de literatura por transmisión oral dejó un eco de felicidad que he seguido buscando ya incansablemente, sin pausa. Alguna vez he dicho que soy muchísimo mejor lector que escritor. Escribir produce en ocasiones más desasosiego que placer. Se escribe con dolor más veces de las que son convenientes para la salud física y mental. Pero leer no. Leer es siempre un acto satisfactorio a condición de que se haga por voluntad propia. En caso contrario será exactamente una tortura. Todo «plan de fomento de la lectura» debe ser, en esencia, un plan de «fomento del placer de la lectura». O no será.