Comí con unos amigos y nos peleamos porque estábamos de acuerdo. Tal es la atmósfera de crispación que nos envuelve. Entre los gritos que sobrevolaban la paella de verduras, alguien vociferó de súbito:

-¡No sigáis, estamos de acuerdo!

Hubo un instante de silencio reflexivo, y luego la discusión continuó en el mismo tono porque necesitábamos estar en desacuerdo. El problema era que cuanto más luchábamos por disentir, más de acuerdo estábamos. Al final, cuando alcanzamos, sin querer, una unanimidad total en nuestros puntos de vista, nos empezamos a insultar, de modo que no hubo otro remedio que levantar la mesa e irse cada uno a su casa.

¿Qué había ocurrido? Un misterio. La política rompe tantas familias y amistades porque cuando se habla de política, se habla en realidad de otra cosa, no sabemos de qué. Ocurre también, en algunas ocasiones, cuando se habla de literatura o de cine. Hay asuntos bajo los que laten incompatibilidades de orden personal que no pueden expresarse de otro modo. No conozco ninguna amistad rota por una discusión sobre coches o sobre telescopios. Tampoco sobre cocina. Al contrario, las conversaciones gastronómicas inducen al buen rollo.

-Yo hago el pollo al ajillo así.

-Pues pruébalo de este modo que te digo y verás.

-Mañana mismo, sin falta.

A la gente le gusta intercambiar recetas de cocina y recomendarse vinos o cervezas, pero de repente, en ese clima de paz, alguien saca a relucir la moción de censura de Podemos a Rajoy y comienzan a silbar la balas. ¿Por qué? Con frecuencia, porque todos piensan lo mismo.

El caso es que salimos cabreados del encuentro y, a las tres horas de llegar a casa, supimos que uno de los amigos había tenido un accidente. Acudimos corriendo al hospital y allí, frente al enfermo, que se había roto siete costillas y un brazo, nos dimos cuenta, sin pronunciar palabra, de lo corta que era la vida y del modo en que la desperdiciábamos. Al despedirnos, quedamos para comer cuando el accidentado se recuperara.