La única palabra que te acuna tendríamos que celebrarla siempre. Tampoco ella tiene una sola fecha para nosotros. Al contrario, está abierta 24 horas sin un día de descansarnos. Es el compromiso que adquieren desde el momento en el que nos hacen sitio dentro de ellas, convirtiéndose en el mejor corazón sobre el que dormir las dudas, los miedos y el dolor. Las madres son una empresa de afectos desinteresados que nunca hace eres, y jamás contempla lo imposible. No existe ningún otro ángel con delantal, tan pendiente de guardarnos de los peligros que hemos de aprender en la infancia, y del vértigo del precario equilibrio de la adolescencia. Eficaces en mil ojos e intuiciones, las madres nos van preparando contra los golpes y conflictos de la vida adulta, y cocinan a fuego lento la educación, las normas de conducta, la autoestima, el estímulo de la aventura y cómo ceder en los desencuentros. Inasequibles al desaliento -como demostraron las madres de mayo- se deslizan sutiles o con una sinceridad sin cosméticos, entre los fracasos, los extravíos, las desganas, los gestos ariscos o el antojo de una violencia equivocada; por cualquier pasillo y campo de batalla en los que sientan que sus hijos son víctimas o están amenazados.

Siempre creemos que a las madres se les agradece su currículum con un beso entre las flores, una llamada telefónica, regresando a casa de vez en cuando para sentarnos a su lado o con piropos sobre la belleza y su estado que suenan fugaces y convencionales. Gestos, todos o cualquiera, que son para ellas un detalle que abrigan en su memoria a solas. Lo mismo que el orgullo con el que condecoran nuestros éxitos sin recordarnos que el origen estuvo en sus consejos, en su aval a nuestros sueños. Porque las madres siempre apuestan contra la banca. Son, siempre que puedan, agentes de finanzas a favor de emprendimientos o resolviendo deudas de lo que no sale. Jamás le devolvemos sus préstamos materiales ni el silencio de sus desvelos. A las madres, igual que a los padres, se les presupone generosos, sacrificados, responsables de lo que nos sucede. Fue su voluntad la que nos puso en pie frente a la vida y todos sus combates. Las conquistas y los disfrutes nos los atribuimos a nosotros.

Qué difícil ser madre, porque desde el primer momento conlleva renunciar en parte a ser mujer y tener ambiciones profesionales. Ser madre es un pluriempleo: esposa, tutora escolar, médico de cabecera, enfermera de urgencias, estratega de relaciones, asistenta de hogar, secretaria de agenda, chófer de horarios, rompeolas de todas las exigencias; de noche una amante de etiqueta y, en la rendición profunda de su tiempo, una soñadora para sí misma. Ha sucedido siempre. La mujer a contra reloj entre la culpabilidad y la entrega, la renuncia voluntaria y la exclusión impuesta. La vida familiar y laboral son conceptos incompatibles en nuestra sociedad. Según datos del estudio del IESE Businees School, presentado el pasado abril en la Asociación de la Prensa de Madrid, una de cada cuatro mujeres ha renunciado a tener hijos por seguir su trayectoria profesional. El 35% confiesa que sólo puede llegar a lo más alto si lo hace. Los obstáculos que más les afectan son los micromachismos, las estructuras empresariales rígidas y la falta de reparto de las tareas. Casi el 70% termina realizando una doble jornada cuando llega a casa. Esa discriminación empresarial entre paternidad y maternidad ha determinado que las mujeres sean madres más tarde; que un 51% haya tenido menos hijos de los deseados; que un 60% se sienta culpable de no dedicarles el tiempo que les hubiese gustado, y que un 28% renuncie a tenerlos. Un 97% considera que la ayuda que se otorga a la maternidad es muy escasa. Si en la Unión Europea destinan una media de 2,2% del PIB para ayudas a familias, en España la cifra máxima no sobrepasa el 1,4%. Un déficit que, junto con la falta de flexibilidad de las empresas, la inexistencia de una racionalización de los horarios y el desajuste entre el calendario escolar y laboral, complica mucho la elección de la maternidad. Y peor lo tiene el más de millón y medio de madres solteras que el INE tiene registradas en un país en el que, según sus previsiones, este 2017 habrá más muertos que nacimientos, por vez primera desde la guerra civil.

Menudo oficio el de madre. Sus exigencias no se aprenden en ningún libro pero da para de cada madre un manual; la experiencia las mantiene entre la duda de haberse equivocado y la certeza humilde de haberlo dado todo. Y a su sueldo de final de mes, y sin jubilación, nunca le echan cuentas. En medio un mundo o muchos, según los hijos que se tengan y el ADN del carácter con el que cada uno demandará mano fuerte, mano izquierda, desvelo permanente, satisfacción, alegría, más apoyo; y su papel mediador con el padre, el otro cabo de esta cuerda de pentagrama en el que ir escribiendo el solfeo de la educación de los pájaros. Una educación que engloba los valores y los sentimientos, las responsabilidades y los derechos, y un tema tan difícil como la equidad en los afectos y la conciliación entre hermanos: Los celos que generalmente culpan a los padres de favoritismos frente a exigencias. El eterno problema del que sólo se descubre su escaso predicamento cuando uno se transforma en padre, y comprende los porqués de las decisiones y las actitudes de nuestros tutores. Una empatía que nos convierte entonces en cómplices de ellos, y en su educación de los nietos.

Mi colega y amigo Ignacio Camacho escribió a su pérdida que cuando una madre se muere, se apaga el eco de la infancia. Y tiene razón porque ellas son nuestro primer afecto del juego, el ánimo en los retos de todos los aprendizajes. Y porque el olor de la madre es como el olor de la tierra mojada. Te despierta sensaciones dichosas, la felicidad de la infancia a lo lejos, su mano en tu mano dibujando a lápiz el mundo y sus palabras, el trofeo de su sonrisa ante nuestros primeros logros. Sobre su pérdida hay un hermoso libro de Roland Barthes, Diario de Duelo, que cuenta como cada día el semiólogo escribía acerca del dolor de su ausencia y dejaba sus flores favoritas sobre su mesa. Me acuerdo también en este domingo de las que cruzan el Estrecho con sus hijos de leche o dan a luz en el exilio de los campos de refugiados; de las que lloran la incomprensible muerte de un hijo; de las persisten en salvarlos de cualquier cuenta de los abismos; de las que llevan o llevarán a sus hijos a sus espaldas hasta que vuelen sus alas desde su mano, y de las que el injusto egoísmo deja envejecer olvidadas. A todas las felicito por ser el amor más estable de todos y las que mejor escuchan nuestros monólogos. Y por supuesto a la mía, que supo pronto que llevaba la escritura dentro, y me hizo cómplice desde muy pequeño de su pasión por el cine y la pintura. Mi primera maestra en verdades, en el ejemplo en la adversidad, el esfuerzo y la constancia; y la ternura en cómo coser las heridas para que supiese hacerlo solo; en la importancia de la sencillez y del perdón; atenta siempre a sacudirme las penas, y a plancharme la sonrisa, la impaciencia y la rebeldía.

Hoy es su fiesta de flores y peluquería, aunque deberían faltarnos domingos, miércoles y viernes para devolverles el amor con creces, y darles gracias por la risa del agua, por el verbo que cicatriza, por la calidez del guiso, por la vida a la que nos hicieron. Por el corazón en el que siempre somos su primavera y sus pájaros.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es