Algún día, los neurólogos estudiarán el curioso estado de ánimo que se ha apoderado de los europeos en estos últimos años, esa extraña mezcla de inquietud, ansiedad y pesimismo que los franceses denominan malaise y que nosotros, a falta de una palabra mejor, llamamos malestar. El otro día, en víspera de las elecciones presidenciales, una amiga francesa me mandó un correo comentándome la situación. «Lo importante ahora -decía- es que Marine Le Pen no gane (toquemos madera) y que Macron consiga levantar a Francia, que se encuentra en un estado lamentable». ¿Lamentable? Ese adjetivo me llamó mucho la atención.

Que sepamos, Francia es uno de los países donde se vive mejor en todo el mundo. Tiene un elevadísimo gasto social, más alto que el de los países escandinavos, con generosas prestaciones por desempleo y no menos generosas pensiones de jubilación (mi amiga está jubilada y puedo asegurar que vive muy bien). Y además, Francia tiene un buen sistema educativo, aparte de un sistema sanitario que no está nada mal e innumerables ventajas sociales que serían la envidia de cualquier persona que viva en el Tercer Mundo. Pero aun así, muchos franceses están convencidos de vivir en un país lamentable que sufre un declive inexorable.

Es cierto que la cultura francesa ha dejado de ser lo que era -casi nadie habla ya francés en Europa- y también es verdad que Francia lleva varios años de estancamiento económico y que apenas cuenta con intelectuales de peso en la época de la globalización. Su peso político en el mundo también ha ido disminuyendo desde la época del general De Gaulle, pero hay que ser muy masoquista para pensar que un país así vive una situación lamentable. Lo que pasa es que la malaise se ha apoderado de la mayoría de los franceses, igual que se ha apoderado de muchos de nosotros, europeos desconcertados que no saben muy bien lo que les está pasando y que han perdido por completo la perspectiva histórica y la capacidad de razonar con frialdad.

Cuando pienso en Francia, el primer lugar que se me viene a la cabeza es la torre de Montaigne, que está en la Aquitania, en uno de los lugares más hermosos que he conocido. Si Europa existe tal como ahora la conocemos, fue porque Michel de Montaigne, en el siglo XVI, estableció en sus Ensayos que la libertad de conciencia -«la libertad del alma», como la llamaba él- era la conquista más importante del ser humano. Cuatro siglos más tarde, en su exilio de Petrópolis, en Brasil, Stefan Zweig le dedicó un hermoso ensayo a Montaigne. Fue el último libro que escribió Zweig -otro de los padres de lo que ahora llamamos Europa-, antes de suicidarse en febrero de 1942 porque ya no podía soportar que el continente que consideraba su única patria viviera una encarnizada guerra civil, la Segunda Guerra Mundial. Pues bien, en la comuna de Saint-Michel-de-Montaigne, donde se alza la torre de Montaigne, de los 140 electores que fueron a votar el domingo pasado, 122 votaron al candidato liberal Macron, pero 93 votaron a la ultraderechista Le Pen. Una pequeña diferencia de 29 votos. Si contáramos a los abstencionistas y a los que votaron en blanco, habría ganado con diferencia Le Pen.

¿Cómo es posible?, se pregunta uno. Los habitantes de esa región de Aquitania viven de los generosísimos subsidios agrícolas de la UE, y además en su región hay comparativamente muy pocos inmigrantes y muy pocas zonas urbanas degradadas por el paro y la marginación. Pero aun así, la malaise sigue haciendo su insidioso trabajo, y poco a poco va minando la esperanza en el futuro de unos ciudadanos que viven comparativamente mejor que nadie, aunque cada día que pasa estén perdiendo la confianza en su país. Algún día, sí, alguien tendrá que estudiar ese extraño fenómeno.