A la hora de valorar, el contexto y los matices son esenciales. Todo es boceto hasta que las líneas se perfilan, brota el color y se disfruta o padece el resultado en su conjunto. Este enunciado tan sencillo, tan simple, tan de Coelho, es extrapolable a multitud de supuestos. Así, verbigracia, se podría decir que la violencia contra la infancia es algo execrable, pero también estarán de acuerdo conmigo en que la escala de dicha aberración comienza a ascender si la agresión proviene de los padres, del núcleo familiar, de los colegios o, en definitiva, de entornos donde lo que se espera es justamente lo contrario, una protección y salvaguarda del menor. De esta reflexión, que lo es de cajón, parte jurídicamente la justificación de gran parte de los agravantes penales de nuestro ordenamiento jurídico, por ejemplo. Y es que, en definitiva, no es lo mismo que yo venda droga a que lo haga un miembro de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, por seguir con el muestreo. Y ya aterrizando, en la misma línea de ideas, me resulta especialmente incongruente el tema de la violencia en el deporte. Concretamente en el fútbol. Tan integrada está ya una cosa en la otra que existe terminología propia para el caso. La expresión ´partidos de riesgo´, por ejemplo. Usos lingüísticos que son tan contradictorios en su significado como habituales en el argot cotidiano. Pero uno los oye y los asume. La violencia está en el ambiente, se respira. Desde las bases hasta las élites. Desde la puñalada que hace un año fue protagonista en el entorno del C. D. El Palo, hasta las recientes perlas de Al Thani referentes al Barcelona, que no tienen desperdicio. No las reproduzco aquí porque el término lapidación, aunque sea usado de manera figurada y a pesar del paréntesis que lo acompaña en la cita original, me resulta de muy mal gusto. Amén de la palabra escoria, que también figuraba por allí. Lamentable. Tanto más en boca de quien representa al club malagueño en lo institucional. Las formas, por lo que se ve, se quedaron en los contenedores de enfrente, junto a las litronas vacías. O quizá se saltaron los cordones policiales. Como si no hubiera que saber estar, como si esto fuera la WWE. Violencias físicas, verbales e institucionales que fluyen de un entorno en el que siempre se nos ha dicho que se propicia la sana competitividad, el respeto, el compañerismo, la autodisciplina, el juego limpio y demás flores de colores. También la participación lúdica, que se me olvidaba. Tiene gracia esto último. Y es que al final, no sabe uno si es más seguro comer pipas con tus hijos mientras paseas por el Bronx después de la puesta de sol o comprarles las entradas de un Málaga-Sevilla. Y conste que a mí el fútbol no me importa ni mucho ni poco, que todo hay que decirlo. Como si lo quitan, que me da lo mismo. Pero es de suponer que la afición de corazón pueda sentirse decepcionada frente al clima que, en ocasiones, se genera en el campo y sus aledaños. Y si no, ya en otras geografías, pregúntenle al chaval que, por llevar la camiseta del Real Madrid, fue lapidado a botellazos por la afición del Atleti. Ahora sí, ése es el término. Lapidar. De las humedades, de los árbitros, como decía el chiste del pulpo, ya hablaremos otro día. Que ésa es otra. Y lo peor es que todo este circunloquio de casuística desemboca en el seno familiar, donde padres que juegan a ser Mourinho y que se creen que sus hijos tiene que estar a la altura de Messi increpan y vociferan no sólo a su prole, sino también a otros padres y entrenadores de las pachangas juveniles que se organizan en los colegios y que no tienen más finalidad que educar a los niños en los valores del deporte. Y es que estamos rodeados. Por todas partes. No nos queda más que evitar esos aires, que no nos rocen siquiera. No vaya a ser que por cuestionar algo acabemos en el Carlos Haya. Salgamos, mejor, a pasear o a comer pipas por ahí. Es más seguro. Aunque sea por el Bronx.