Sábado, 13.45, La Malagueta. Los dos transeúntes necesitan llegar a El Palo tan pronto como puedan. Lo de andar se descarta, es casi una hora y para las tres ya no hay mesa en Juanito Juan. «A ver si encontramos un Cabify». Ni rastro, cinco minutos esperando y en el mapita no aparecía nada. «Vamos a Cánovas del Castillo, allí siempre hay taxis pasando».

Era la solución más fácil, tomar un taxi. Así fue. Pararon un taxi y se subieron. Dieron al taxista unas clarísimas indicaciones que él quiso saltarse a la torera: «Por ahí no se puede», discutió al experimentado cliente que conocía las calles de la zona como si se hubiera criado allí. El conductor cedió y se la envainó a regañadientes. Acto seguido, al llegar al kiosko de la trasera de la iglesia de San Gabriel, un coche se detuvo para comprar el periódico. El taxista, maleducado, grosero y machista, paró en seco el vehículo para increpar a la conductora: «¿Dónde te han dado el carnet, petarda?» (obviamente el taxista no utilizó la palabra petarda, es una licencia del arriba firmante). Los clientes, con cara de estupefacción, aligeraron al tipo: «Corre, que está en verde». El resto del camino, por el Paseo Marítimo, se basó en un monólogo de improperios que mezclados con los malos olores regalaron a los pasajeros un viaje de película e inolvidable.

El relato es el que es, hechos reales. El conductor tenía la licencia seiscientos noventa y tantos. Una vergüenza, oye. Perdona por la generalización, pero es que el sector del taxi sigue anclado en épocas pretéritas. En servicio, en educación y en tantas cosas que la sola comparación con Cabify es humillante...