Los que tenemos la suerte de contar con un trabajo relativamente estable, rara vez disfrutamos de la oportunidad de pasear por el centro de Málaga durante las mañanas de sus días laborables. De lunes a viernes, fuera del halo ficticio de los fines de semana, es cuando todo se muestra y funciona como realmente es, sin el aderezo de lo festivo. Los ojos con los que uno mira el centro urbano de la ciudad en su cotidianeidad diaria son diferentes. Mientras que las pupilas de los domingos están hechas para otear el hueco en la barra del bar o en la cafetería, el resto de los días, si uno tiene oportunidad, como digo, es posible verificar los verdaderos movimientos y latidos de la ciudad. Porque el centro de Málaga no es sólo su hostelería, es también el hormigueo incesante de ciudadanos entre oficinas públicas, de gestión y de entidades bancarias, así como el trasiego que barrunta entre comercios de distinta índole. Hace unos días, un martes por la mañana, paseando por el centro, me di cuenta de que algunos establecimientos que frecuentaba habían cerrado. Les hablo de pequeñas empresas. Algunas, las más afortunadas, simplemente habían trasladado su negocio a otro círculo exterior. Otras, probablemente, no las volveremos a ver. «Ésta es la corriente, amigo», me decía un librero cuyo negocio ha emigrado desde calle Granada a calle Carretería. "Los alquileres son altos y, si uno quiere ir tirando, hay que salirse del centro". Y así, viendo el estado real del patio, agotando la mañana, me fui encontrando con más negocios cerrados y nuevas franquicias que ocupaban su lugar. Y no es que uno tenga nada en contra de quien explota una franquicia o de las empresas que juegan en primera división. Pero algo en mi cabeza chirría cuando me da por pensar que, de alguna manera, habría que modular ese libre juego del liberalismo económico donde el pez grande se come al chico en lo que se refiere a la fotografía comercial del centro urbano. Porque, en definitiva, la virtud de las franquicias y de las sucursales de las grandes marcas no es otra que su homogeneidad, pero, al mismo tiempo, ése es también su defecto. Los centros urbanos de las grandes ciudades comienzan a perder su propia identidad local para pasar a convertirse en una suerte de parques temáticos en los que siempre encontramos lo mismo y donde el siguiente paso a dar no es otro que conseguir la llegada de la franquicia o la firma que nos falta. Como los niños con las estampitas de Pokemon. Todo es igual allá donde estés. Incluso la hostelería del centro, que resistía en su parapeto como último baluarte de la identidad y los matices de la zona, comienza a quebrar su estampa local. Todo para dar paso a una nueva gama de restaurantes que, en su aparente diversidad, se limitan al esquema del plato cuadrado y al rulo de queso de cabra con rúcula macerada en emulsión cítrica de vinagre de Módena. Y que sí, que me gusta, pero homogeniza. Le pese a quien le pese. Como el blanco de las tropas imperiales. Como las casas de Ikea. Muy prácticas, muy utilitarias, muy minimalistas ellas. Pero que si te vendan los ojos y te dejan dentro de una no sabes si allí vive Fulano o Mengano. Impersonales. En cualquier caso, la cuestión radica en saber calibrar los cánones estéticos y las necesidades funcionales de una ciudad moderna con una cierta modulación a favor del pequeño y mediano comercio tradicional que, si bien no goza de la potente y arrolladora inercia económica de las grandes cadenas, es el que históricamente ha sustentado el entorno y el que, sin duda, goza del sello de identidad local. Y no lo digo por ideologías de nacionalismo municipal, a mí el nacionalismo como si lo quitan, sino por estampa. Para que nuestro centro urbano no sea un clon de otros centros urbanos hecho a la medida de los dictados del turismo. Porque al final, parece que todas las ciudades tienen que tener Starbucks y noria. Y es que ya no sabe uno si, en este laberinto de espejos y reflejos, estamos paseando por Málaga, por Valencia, por Metrópolis o por la Estrella de la Muerte.