Ahora, casi verano ya, las ciudades empiezan a convocar, consecutivamente, ferias del libro. Los libros, como sueños migratorios, como pájaros de temporada, llegan a las calles, instalados en casetas donde no siempre es cómodo acercarse a ojear y hojear con calma, pensar lo que se quiere comprar, lo que nos gusta, lo que nos asombra, lo que nos fascina y apasiona.

Y justo ahora, con esa oportunidad que a veces tiene la ciencia, un estudio publicado en una prestigiosa revista científica viene a demostrar que abrir un libro y comprenderlo produce una transformación en el cerebro, lo mejora, lo expande, lo alimenta. Leer favorece la concentración y aumenta la materia gris del cerebro, desarrolla la objetividad y, como demostraron en Oxford, la lectura, y solo la lectura, tiene impacto en el éxito profesional. Además, ayuda a prevenir el alzhéimer, combate la depresión y nos ayuda a relajarnos.

Leer, empezamos a tener pruebas científicas, sirve para casi todo. Mi infancia fue extraordinaria porque yo fui el niño que navegó con Tom Sawyer en una balsa que el río arrastraba, sin prisas, una tarde de verano, y el que hizo la singladura desde Mompracen hasta Labuán sólo para contemplar la extraordinaria belleza de lady Mariana Guillonk. Yo recorrí el Jukón en un trineo tirado por ´Buck´, y luché contra el desalmado ´Juan Sin Tierra´ hasta el regreso de Ricardo Corazón de León. Yo me dormí muchas noches en la buhardilla de la Posada del Almirante Benbow esperando la llegada del pirata que entregaría la marca negra al viejo Billy Bones y, por supuesto, atravesé Siberia acompañando a Miguel Strogoff justo después de servir en la compañía de mosqueteros del Rey Luis XIII de Francia.

Y un poco más adelante me descubrí un día sentando a la puerta de un molino en la Provenza escuchando el poema que canta el Mistral, y supe de Eneas y sus pesares, y, mientras recorría los laberintos borgianos, comprendí que nunca alcanzaría a escribir los versos más tristes esa y ninguna otra noche.

Después anduve mucho tiempo por Santamaría, a veces intentando instalar un burdel y otras reflotar un arruinado astillero, siempre tras las huellas de Larsen, el «Juntacadáveres», y también pasé largas temporadas en el condado de Yoknapatawpha, en Macondo y en Comala. De modo que a estas alturas de mi vida no sabría cómo seguir sin la luz indirecta de Juan Gelman, la claridad de Ángel González y la alquimia de Juan Perucho y Rafael Pérez Estrada. Sé que no podría continuar, o más bien no querría, si no recuperase a veces el aliento con ese alimento que es leer. Lo dice la ciencia: sin la lectura, la vida vale menos. Pero eso, como pasa con el amor, quien lo probó lo sabe.