Hace poco, en la localidad de Torrejón de Ardoz, muy cerca de Madrid, un chaval de 18 años mató de un puñetazo a un anciano de 81 que se ayudaba para andar de un bastón. Por lo visto, el anciano se disponía a cruzar un paso de cebra, cuando el coche del joven pasó a gran velocidad. Inmediatamente, y al observar los gestos de protesta del viejo, el agresor detuvo el automóvil, se bajó, y mató, como decimos, al señor del bastón. Escuché la noticia por la radio y luego la leí con creciente asombro en el periódico. Siempre he sentido espanto ante la violencia física, pero el espanto se multiplica cuando a la tragedia se le añade la banalidad. ¿Qué tenía que demostrar o demostrarse ese joven para enfrentarse a un tipo desvalido, que además venía de la farmacia? ¿Con qué fuerza le atizó para que el anciano cayera hacia atrás, golpeándose en la nuca contra el suelo? ¿Escuchó el ruido de la cabeza al quebrarse contra el asfalto? ¿Se dio cuenta de que al romper ese cráneo estaba destrozando también su vida?

No lo sabemos. Lo cierto es que abandonó al herido y huyó. Horas después, al enterarse de que la policía seguía su pista gracias a la descripción de los testigos, se presentó de forma voluntaria y lo detuvieron, claro. Ahí debe de estar, en el calabozo, jugando a rebobinar los últimos días de su existencia, imaginando cómo actuaría ahora, conociendo el final de su hazaña. Quizá se vea deteniéndose amablemente frente al paso de cebra. Tal vez no, tal vez en su fantasía se salta el paso de peatones, pero sigue su camino sin prestar atención a los gestos de protesta del anciano, al que aún puede ver por el retrovisor. De las fantasías de la víctima no podemos aventurar nada: está muerta. Un abrazo a su familiares, pues, y que la tierra le sea leve.

Estos días, hablando aquí y allá acerca de mi última novela, ha salido a relucir en algunas entrevistas el asunto de los futuribles. ¿Qué habría ocurrido si uno hubiera salido un minuto antes o un minuto después de casa? A veces, bastan unos segundos de diferencia para cambiar la historia. Pero lo que en este caso nos inquieta más no es el tiempo, que habría podido cambiarlo todo, desde luego, sino la rabia que había en ese chico para perpetrar un acto de esa naturaleza. ¿Dónde nace esa cólera cada vez más extendida? ¿Cómo hacerle frente?