La mayoría de los terrícolas racionales nos pasamos la vida conviviendo con nosotros mismos, para cada vez conocernos menos. Lea, si no:

El martes de la pasada semana noté como, inopinadamente, se me caían dos lágrimas. Intenté cogerlas al vuelo, pero en ese momento el metro, que llegaba a una estación, desaceleró, y la fuerza centrífuga me lo impidió. Me agaché para recogerlas del suelo, pero la cáfila que vomitan las puertas de los vagones en hora punta me sacó en volandas. Menos mal que aquella era mi parada.

Del vagón, desgraciadamente, salí sin mis lágrimas, pero tuve suerte. Salí indemne. Y digo indemne porque la postura que adopté para buscarlas bien pudiera haber sido malinterpretada por algún desaprensivo... Jo, solo pensar que hubiera podido verme ante un juez que me preguntara: «¿y no es más cierto que su postura pudo ser entendida por el acusado como una invitación libidinosa?», me da escalofríos...

Abandoné el subsuelo y me dirigí al despacho con desazón. Evidentemente, uno no llora todos los días, pero sin lágrimas iba como desnudo, porque mi lágrima es fácil. Y no solo cuando se trata de lagrimear desgarradamente por una pérdida como la que nos cantó Jacques Brel en su Ne me quitte pas. Qué va... A uno hasta las peripecias de Marco, el del pueblo italiano al pie de las montañas, puede que aún hoy le arrancaran alguna lagrimita... ¿Y la risa? Yo, reír y sonreír sé hacerlo sin necesidad de lágrimas, pero descojonarme de risa, no. Yo, para descojonarme de risa, necesito algunas lagrimillas de alegría que me asistan, si no, soy incapaz.

Mi desazón aquel martes no iba descaminada... Al llegar al despacho me esperaba mi primera cita del día, un mancuniano de estirpe mancuniana de toda la vida. El hombre no pudo reprimirse y rompió a llorar cuando le expresé mi pesar por el salvaje atentado de la noche anterior en el Manchester Arena de su ciudad. Más que lágrimas, lloraba ríos. En otras circunstancias mis ojos se habrían humedecido por su doloroso llanto, pero no ocurrió. En tono de disculpa, le expliqué lo del extravío de mis lágrimas esa misma mañana, y el buen hombre, sin dudarlo, me tendió un generoso puñado de las suyas. Las cogí, me las incorporé, y lo intenté con todas mis fuerzas..., pero no funcionó.

Después, justo antes del almuerzo, asistí a la presentación del vídeo publicitario encargado por una empresa amiga. Era el último visionado antes del montaje final. Se trataba de un vídeo en el que yo había participado con algunas ideas y, especialmente, en la definición de su línea conductora, basada en despertar las vibrantes emociones que pueden aportarnos las pequeñas grandes cosas que nos pasan desapercibidas cotidianamente. El vídeo salió redondo en todos los sentidos. En la sala estábamos diez personas y nueve echaron mano de sus lágrimas más emotivas mientras aplaudían. Yo, otra vez lo intenté, y otra vez no pude. Pedí unas lagrimillas a mis compañeros de mesa y me las incorporé con urgencia, pero tampoco funcionó...

Ya tarde, mientras caminaba hacia el metro, tomé consciencia de que ninguno podemos llorar las lágrimas de otro. Y supe que todos los que en algún momento no lloraron, no lo hicieron, necesariamente, por estar enfermos del alma, sino que pudiera ser que, como yo ese día, se encontraran deslagrimados transitoriamente. Siempre me había preguntado por qué El Corte Inglés no vendía lágrimas... Y ese día lo comprendí.

Cuando llegué a casa, Bernard, el conserje, me informó que un perro policía y su compañero, un humano, también policía, andaban buscándome, y que tenía instrucciones de avisarlos cuando yo llegara. Pocos minutos después estaban allí. El perro, un hermoso malinois belga llamado Nez d´or, me olisqueó educadamente y, con la mirada, le dijo a su compañero: misión cumplida, colega... El humano policía extrajo un minúsculo recipiente de cristal de su bolsillo y, sonriendo, me dijo: señor, estas lágrimas creemos que son suyas, ¿puede comprobarlo, por favor? Me las incorporé y los ojos se me humedecieron de emoción. También a Bernard y a los dos policías se les humedecieron los ojos...

Desde entonces sé que muchos de nuestros prebostes político-turísticos y turístico-políticos implicados en la gestión turística nacional, autonómica, provincial y local perdieron sus lágrimas turísticas de la tristeza, de la alegría y de la emoción hace tiempo..., y jamás las encontraron.