Ayer di en tomarme mitad y pitufo catalana en El Jardín, que es castiza y céntrica cafetería. Fuera, al lado de la Catedral, oyendo a los pájaros y escuchando caer el agua de las fuentes emplazadas en la zona. En la mesa de al lado había una señora que no sé por qué se me figuraba ser una coleccionista de arte normanda venida aquí a cobrar una herencia. Estaba quejándose de la temperatura, pero no me enteré muy bien si del calor que hacía o del fresquete coyuntural que imperaba en la terraza del establecimiento. Aunque ahora que lo pienso, no sé cómo la entendía si las normandas no hablan castellano. Bueno, si lo aprenden sí lo hablan, quiero decir que su castellano era claro.

En fin, que era bien temprano y antes de la agitación y de los muchos deberes domésticos y laborales que me aguardaban iba a leer un ratito lo último de Caballero Bonald (Examen de ingenios, Seix Barral), donde retrata a unos literatos y artistas, amigos o no, compañeros de esas noches de bebercio en los cincuenta o simples admirados. Sin embargo, no pude concentrarme dada la conversación nítida que me llegaba procedente de una cercana tertulia, seis hombres sesentones y atildados, infusiones en la mesa, también los diarios. Estaba uno contando un chiste sobre un cura dotado de un descomunal miembro viril que de pronto entra en una tienda de música, pero lo interrumpió un compañero de mesa, inoportunamente, para endilgar a la concurrencia una historia acerca de un sacerdote que en la guerra se hizo miliciano y que se empleó con inusitada crueldad durante el inicio de la contienda contra no pocos de sus conocidos. En los primeros días de febrero del 37, cuando ya la entrada de los franquistas era inminente, unos amigos suyos, en teoría, y junto a los que había matado a placer, fueron a buscarlo a su casa donde le rajaron la barriga y le metieron en ella una rana. Y allí lo dejaron, desangrándose y con la rana croando y tragando sangre. Parece que sobrevivió. El cura, no la rana.

Aún me parece verlo muy viejecito paseando por esta misma calle, dijo uno de los hombres, que teniendo cara de llamarse Fernando se llamaba Luis Córdoba Aparicio Leal, dato este que supe porque el que tenía enfrente se dirigió así a él. O sea, le dijo, Luis Córdoba Aparicio Leal, hay que ver las historias que te inventas. No, no, dijo el hombre de los tres apellidos. No me invento nada eres tú el que está incapacitado para atender la ficción. Tienes un problema. Bueno, terció otro, al menos lo que no tiene es una rana en la barriga.

Me dio por pensar cómo llevaron la rana, si en una bolsa o en un frasco y hasta me entraron ganas de otro bocadillín.

Se levantó la normanda que quizás era de Sabadell, de Frigiliana o de una conurbación de Sevilla, se levantaron tres de los seis sesentones, uno llevaba boina, y vino el encargado a decirme que me trajeron el café frío porque el camarero que me servía era nuevo y les había salido rana. Me fui. Se estaba ´enraneciendo´ el ambiente. Yo me había levantado un poco comecuras. Dolor de barriga.