Me ha dado por retomar mi afición a la madera, así que me compré un juego de gubias, cinco afilados formones de diferentes curvaturas con los que tallar primorosamente cualquier tocón, filigrana asegurada. Ya me veía yo rodeado de virutas, creando arte, ataviado como un joven y fornido Gepetto, en plan macho creativo y sensible en un taller iluminado por esa típica luz amarillenta del atardecer toscano, pero a los cinco minutos de disponer el material en la inestable mesa de la terraza, con el bañador y la camiseta de propaganda, justo al tercer intento por socavar un nudo de tilo, me seccioné medio índice con un corte preciso y traicionero. El acero templado separó la carne como mantequilla, rozándome el tendón, y ahí, mientras la enfermera me zurcía varios puntos de sutura, acabó mi idílica aspiración por ser un San José contemporáneo.

Esto me recordó algo verídico que escuché en la radio no hace mucho. En Inglaterra, por lo visto, se ha puesto de moda comer aguacate y, como es un producto relativamente desconocido por aquellas tierras, el pelarlo ha traído un incremento tan desmesurado de cortes en las manos que los médicos de los centros de salud ingleses han pedido a las autoridades competentes que esos endiablados frutos vengan acompañados de una pegatina que explique las instrucciones de su manipulación y así evitar más accidentes domésticos. Y es que los británicos son muy suyos a la hora de evitar peligros, tanto como para necesitar un plano que les indique cómo pelar una fruta.

Pero a lo que iba, Inglaterra es el país con más video vigilancia del mundo, todo está monitorizado, grabado y archivado. Allí pueden editar y unir imágenes de todas las cámaras para documentar tus movimientos desde que llegas al aeropuerto con cara de Blas de Lezo hasta que, tres días después, te haces la típica foto comiéndote un asqueroso fish and chips en Picadilly, porque ellos, y nosotros, sabemos que el mal es tan traidor como una gubia certera. Ese mal, obstinado en el empeño, burla cualquier precaución, aparece y te abre la carne en dos, dejando de ti un simple colgajo sanguinolento. Ese tipo de mal golpea lo más puro, la niñez, la prometedora juventud de una sociedad, y parece imposible evitarlo, pues su esquiva acción debe ser repelida con ensayos de acierto o error, aprendiendo que cada corte, cada bomba, cada atropello, es una nueva forma de aprender a evitar una lesión, o peor aún, un daño terrible, irreparable e indeleble.

Reconozco que son demasiadas las veces que escribo sobre el Isis, el Daesh, o como quiera que se denominen esos cabrones desalmados, de hecho lo hago cada vez que atentan, porque si dejo de hacerlo habrán ganado otra batalla, la de resignarme a que cada cierto tiempo saltemos en mil pedazos por cualquiera esquina, y qué quieren que les diga, me niego a dejarlo pasar, a acostumbrarme, a olvidarlo, pues por ejemplo, hace una semana, el pasado 29 de mayo, se cumplió el 26º aniversario del atentado con el que ETA mató con un coche bomba a cuatro niñas de entre 8 y 14 años mientras disfrutaban en el patio de la casa cuartel de Vic. Supongo que ahora comparten cielo y juegos con las niñas del Manchester Arena, y es que con una sola víctima, sea quien sea, que se desangre por el mero hecho de vivir en libertad, bastará y sobrará para que mi maltrecho dedo teclee sobre este asunto.

Me encantan las palabras conciliadoras y las canciones de paz como al que más, la jibia la plancha y las croquetas de pringá también. Me gustan porque sé lo que son, lo que suponen, pero tengo claro que con ellas no pararemos a los kamikazes que se desbocan por las calles londinenses cuchillo en mano, así que me pregunto cómo evitar tanto dolor. Oigo una y otra vez que debemos atajar el problema en origen o tirar de diplomacia con aquellos que los alientan, pero me temo que la lucha contra la locura y la sinrazón no trae instrucciones como los aguacates ingleses. Aún así, está claro que algo rotundo, drástico, hay que hacer, porque estamos en peligro.

Mientras los británicos eligen mañana a su nuevo parlamento yo voy a comprarme unos guantes de carpintero, puede que ambas cosas sirvan para que nunca más escriba sobre este tema, que empiezo hablando de ebanistería y termino disertando de terrorismo. A mí, que me gané a pulso la lesión, me ha quedado una fea cicatriz que algún día dejaré de mirar. Otros, sin merecerlo, sufren heridas que no curan, de las que no se olvidan, por eso, a los dialogantes que piden desde la distancia combatir el mal con paternalismo bobalicón, les mandaba yo una caja de aguacates y un cuchillo muy afilado, seguro que su propia estupidez hace el resto.