De la misma manera que hay libros que resumen el ser de un pueblo o las pasiones humanas, pongamos el Quijote o el teatro de Shakespeare, hay palabras afortunadas que resumen a la perfección un país, un estado de opinión, la circunstancia histórica por la que se atraviesa.

En español esta palabra es zalagarda, que se usa poco pero que es un tesoro a la hora de describir la vida española, la política, la de los negocios, la universitaria etcétera tal como se desarrolla entre nosotros.

Porque zalagarda es «emboscada dispuesta para coger descuidado al enemigo y dar sobre él sin que recele». ¿Qué es sino zalagarda lo que se practica a diario en una campaña electoral, en el Congreso de los Diputados o en el Consejo de Administración de la gran empresa? ¿Razones, argumentos sólidos sacados de libros estudiados con atención? No, emboscadas: aquí te pillo, aquí te mato. Bellaquerías es también buena palabra y la usaban mucho nuestros clásicos.

Otra acepción de zalagarda es «astucia maliciosa con que alguien procura engañar a otra persona afectando obsequio o cortesía».

¿Qué es la oferta de un pacto sobre tal ley o acuerdo que un partido hace a otro o el intercambio de trapacerías entre vendedores sino esa artimaña descrita? En el pináculo de las finanzas, allá donde habitan las grandes cifras y tiritan de frío las ideologías, es peor porque en él refulgen las armas aventajadas y malignas.

De forma coloquial se usa también la palabra zalagarda para designar la «pendencia, regularmente fingida, de palos y cuchilladas, en que hay mucha bulla, voces y estruendo». Tal parece que el redactor del Diccionario estuviera pensando cabalmente en una sesión parlamentaria donde el estrépito es sonoro y la confusión agitada, donde el estruendo destinado a salir un minuto en el telediario diluye las reglas de la compostura y la buena crianza. Porque es lo cierto que, cuando se rasca un poco, se advierte que todo es puro fingimiento, afectación vacua, industria, tienda, poca naturalidad, un carcaj de mentiras, es decir, zalagarda.

También el «alboroto repentino de gente ruin para espantar a quienes están descuidados», otra acepción de zalagarda, se puede aplicar a quien pretende abusar de la buena fe de las gentes para colocarles su mercancía averiada.

La zalagarda es además escaramuza. Y ¿qué hay sino escaramuzas en buena parte de nuestras relaciones, en los debates televisivos, en las tertulias de opinantes que improvisan opiniones? Pues ¿y en las juntas o consejos de las universidades con su alharaca de ropones apolillados y rectores tan magníficos como maléficos? La escaramuza no es una batalla dialéctica sino simplemente «riña, disputa o contienda de poca importancia», de poco fuste, para pasar el rato, para salpicar maldades -como los curas salpicaban en el pasado latines- hasta que se encuentre otro motivo apto para practicar la nueva zalagarda.

Y la zalagarda es, ay, «lazo para que caigan en él los animales». Como no se precisa, estos pueden ser también los racionales, todos nosotros, por lo que como un guante se puede usar la palabra a tanto embeleco como nos rodea y que creemos con bobalicona ingenuidad pues -no lo olvidemos- de lo que se trata es de convertirnos a todos en manada o rebaño.

En fin, la zalagarda es «alegría bulliciosa», es decir, alegría un poco carente de fundamento, la alegría superficial y fingida de la feria del pueblo.

España, nos enseñó don Ramón, es puro esperpento. Y zalagarda, añado.