El pasado jueves se cumplieron cuarenta años de las primeras elecciones democráticas. Suárez -el presidente más valorado, con un 8,9, según una reciente encuesta de El Español - pasó de ser el último presidente de la dictadura al primero de la democracia. Personifica el éxito de la transición. Se pasó de la dictadura a la democracia sin choque frontal. De la ley a la ley.

En el 82, el cambio político se consolidó con la victoria de Felipe González. Las esperanzas puestas en el 77 y en el 82 fueran muchas. Luego, la realidad las ha rebajado. Pero hoy tenemos una democracia rodada y consolidada, formamos parte de la Unión Europea y tras sufrir dos serias sacudidas económicas -la del 73, por el precio del petróleo y la del 2008, por la peor crisis del capitalismo desde 1929-, la economía vuelve a crecer y tenemos un bienestar social -pese a los recortes- muy superior al de entonces. El balance es positivo y así lo dice el 48% de los españoles en la encuesta ya citada. Aunque otro 44% -fruto de la crisis y del exceso de partitocracia- afirma que el nivel de democracia es todavía insatisfactorio.

Y coincidiendo con este aniversario, esta semana hemos asistido al debate de la tercera moción de censura. La primera fue la de Felipe González contra Suárez que salió derrotada pero que hizo ganar puntos al futuro presidente. La segunda, la de Hernández Mancha contra Felipe que indicó que a aquella Alianza Popular le quedaban muchos años (fueron nueve) para madurar y llegar al poder. ¿Y quién se acuerda hoy de Hernández Mancha?

La de Pablo Iglesias también ha perdido pero ha permitido ver a un astuto parlamentario, que ha mejorado, lastrado por un exceso de demagogia y autosuficiencia. Decir que «hemos demostrado un gran nivel€» cuando ha perdido por 82 a 170 y sólo ha logrado los votos de Bildu y de ERC€

¿Balance? Creo que Iglesias sale mejor parado que Hernández Mancha y será más longevo pero que, al contrario que Felipe, tiene cuesta arriba llegar a presidente. Es difícil que lo sea quien presume de no reconocerse en la Europa actual cuando nuestra moneda es el euro y en nuestro comercio exterior -una parte creciente del PIB- la UE es de lejos el socio principal. Quien, al contrario que Felipe, que bebió en la socialdemocracia alemana, o de Rajoy, que cuida su relación con Merkel, ni tiene ni busca algún aval europeo.

Iglesias no caerá como Mancha. Sus críticas a la corrupción son excesivas, pero ciertas. Cansa el caciquismo de los dos grandes partidos, aunque él ha heredado con rapidez, el mangoneo y los vicios de las cúpulas. Y denuncia bien -aunque no acierta en la solución- los errores del PP con Cataluña que nos han llevado a la peor crisis constitucional -excepto la del 23-F- de la democracia.

Iglesias capitaliza, como Felipe en el 82, la protesta contra lo establecido. Pero sin referente europeo, sin la buena intuición económica que hizo que pusiera en Hacienda a Miguel Boyer, y -lo esencial- sin la voluntad de cerrar heridas entre españoles que le dio 202 diputados.

La oposición debe atacar -para eso se le paga- pero no querer destruir todo. Guerra dijo -y se pasó- que Suárez era un «tahúr del Missisipi», pero los ataques de Iglesias a Rivera -esencial para una moción de censura que aspirase a ganar- indican no sólo que ignora la aritmética parlamentaria más elemental sino una inclinación descomunal al sectarismo.

Y esta insolvencia quedó patente en la filípica de Irene Montero. Un fino analista ha escrito que «se entronizó como una parlamentaria de primera». Quizás, pero recurrió a toneladas de demagogia. Es absurdo que si Iglesias alaba el retorno a Cataluña de Tarradellas, Montero repita dos veces que «es una gran vergüenza», que Rodolfo Martín Villa haya participado en un acto en el Congreso sobre las elecciones del 77.

Por la sencilla razón no sólo de que Martín Villa fue decisivo en el retorno de Tarradellas sino porque fue el ministro del Interior (del 76 al 79) que organizó las primeras elecciones democráticas. La democracia española salió beneficiada de que el secretario general del PCE, Santiago Carrillo, prescribiera -ya en 1965 y desde el exilio- la política de reconciliación nacional. Y fue Martín Villa el que doce años después -en plena Semana Santa- legalizó el PC.

Irene Montero debe ser de Políticas. Está bien, pero le convendría un reciclaje en historia moderna. Con mala intención se podría exclamar: ¡Qué vergüenza Irene, qué vergüenza! Quizás sea más positivo limitarse a constatar que al tándem que dirige Podemos le falta madurar.