Pasó con melancolía. Ahogada en su inconsistencia matemática. Resuelta en bandos. Sin apenas interacción ni estructura de toma y daca. Más que un debate pareció lo de siempre: dos largos soliloquios por fascículos, un pulso cansado, retórico y a ratos inapetente. Si no hubiera sido por aquello de guardar las formas, la gente de TVE seguramente le habría dado al asunto un apagón a lo LGTB para irse con la romería a un pueblo de Burgos. Para los que pertenecemos por edad a una generación de esas fronterizas, se supone que una moción de censura es un acontecimiento: en realidad hemos vivido pocas, a no ser que también computen las que van propagando por ahí los secretarios comarcales de los partidos, reuniéndose con ediles diminutos con maña de amantes periféricos. De mociones el PP sabe un montón: en el último mes, mientras duraba el pitorreo del martes y 13, ha habido conatos y consumación hasta en Marbella. Gente bailando la yenka de los favores y de la letra pequeña, escudándose en lo de la estabilidad como un arma envainada a voluntad y con eficacia de ida y vuelta. Rajoy, Montero e Iglesias hablaron, largaron lo suyo, practicamente diciéndose lo mismo de todos los días, aunque en formato royal combat. Seguimos en lo mismo, en el intercambio de papeles. Me lo decía el otro día un señor conservador en uno de los insufribles mensajes idiotas en cadena que llegan al móvil: «Hay que derrocar a Pablo Iglesias y a los de Podemos». Y uno se pregunta de dónde, puesto que no gobiernan, y respecto a qué. Y si no habrá gente que se está metiendo en proyectos turbios con consecuencias penales. A Podemos, en términos propagandísticos, le toca enmendarse la plana. Sobre todo, porque lleva ya demasiado tiempo dejándose vivir de ordalía en ordalía, convirtiendo cada gesto en una especie de evaluación total en la que parece cuesionarse siempre el propio derecho del partido a la existencia y a la crítica parlamentaria. A Rajoy, buradas cavernícolas aparte, no le hizo falta ni entonar la zarabanda de las conexiones con Venezuela. Esa moción, despellejada, ya había nacido muerta. Y no sólo por el previsible resultado de la votación, sino por las filiaciones inamovibles de la opinión pública, que a estas alturas tiene menos posibilidades de revelación que un cambio repentino de colores en el descanso de un Madrid-Barcelona. Con el PSOE fuera de línea y buscándose a sí mismo, Podemos necesitaba mucho más trabajo en las catacumbas para que su moción sonara realmente como lo que es: un justificadísimo y pertienente ejercicio democrático, dada la gravedad de los casos de corrupción que persiguen al equipo de gobierno. Nadie habla aquí de un impeachment, que para eso están los excesos de la América Latina que no preocupa a la derecha, pero sí de que se trata de una idea y un motivo de debate en absoluto descabellado. La derrota, de nuevo, ha estado en el enfoque, en la paleta mediática. Aquella pantomima de Sol, la incapacidad para leer y medir los tiempos. Podemos debe entender que sin el nexo con otras fuerzas y con otras sensibilidades internas el partido está condenado a no salir del molde de típica fuerza para dar apariencia de pluralidad al salón del Parlamento: nada realmente con capacidad transformadora. Y, mucho menos, de consenso. Se está poniendo la cosa para que el PP exhiba despreocupadamente sus corruptelas y haga lo del PSOE en Andalucía; gobernar con independencia de la capacidad de gobierno, alzándose en la inopia, en la desilusión, siendo la descollante cabeza gris de un país empobrecido y desganado.