Desde que Francis Fukuyama sostuvo en 1992 que el final de la Historia había llegado, el mundo parece querer demostrar que no tiene razón. Bien es cierto que el profesor de ciencia política se refería a que las ideologías habían perdido su fuerza y su sentido tras la caída del muro de Berlín. Pero fue incapaz de ver que a la confrontación típica de la Guerra Fría le iba a suceder otra aún más radical. No pasaría ni una década antes de que entrásemos en el siglo XXI y, con él, en el mundo de odios, de confusión y de caos que vivimos tras los atentados que sacudieron a los Estados Unidos y al mundo entero el 11 de septiembre de 2001.

Fukuyama no fue capaz de mirar hacia delante -nadie sabe hacerlo- pero quizá no se equivocase tanto en su mirada hacia atrás. Las elecciones en las principales potencias de Occidente, los Estados Unidos y la Unión Europea, ponen de manifiesto que a la confrontación clásica entre izquierda y derecha le ha sucedido un pulso entre lo que cabría llamar política tradicional y el populismo emergente. La diferencia mayor entre los dos polos de esa alternativa es que conocíamos, al menos a grandes trazos, en qué consistían los programas de gobierno tanto del neoliberalismo como de la socialdemocracia pero nadie sabe cuál es el programa populista salvo en un detalle. Si la derecha y la izquierda que se sucedieron en Occidente en el gobierno decían ante cada elección algo así como «votadme, que una vez en el poder apuntalaré el Estado de Derecho» o «las libertades ciudadanas», según se tratase de la ideología del proponente, ahora los populistas a izquierdas y derechas apenas van más allá de decirnos «votadme, que una vez en el poder haré lo contrario de lo que ya conocéis».

Llegar al poder parece constituir el fin último, y no los medios de gobierno, del populismo que nos ha llevado a la situación actual. Tras las últimas elecciones, la Casa Blanca es un mar de misterios respecto de lo que quiere hacer Trump y en el 10 de Downing Street reinan también las dudas. Sólo en el Palacio del Elíseo, entre las sedes de los principales focos del poder mundial -dejemos fuera a Moscú y Beijing, que obedecen poco a las claves electorales- parece haber un mensaje claro y del todo contrario al mantra populista. Pues bien, ¿dónde estamos nosotros? ¿Más cerca de París o de Washington?

Que España es diferente fue el eslogan preferido tras la Guerra Civil. La vuelta al Estado de Derecho parecía negarlo pero aquí estamos de nuevo dándole vueltas a lo mismo con el problema de saber hacia dónde vamos. El PP se encuentra contra las cuerdas a causa de la corrupción y los socialistas reaccionan presumiendo de ideología, sí, pero hueca de contenido, con el único mensaje de que quieren echar a los populares. Cómo y para qué, parece importar menos quizá porque la verdadera disputa es con Podemos y en esa cancha no existe una ideología verdadera a invocar. A Fukuyama debe gustarle bastante la diferencia de España.