La corrupción es una lacra que arrastra al Partido Popular por el fango. Servirá seguramente para desgastar al Gobierno en su atormentada legislatura y plantear una frágil e inquietante alternativa de izquierdas incluso antes de convocar nuevamente las urnas. Por si sola, incluso estando tan ramificada y enquistada como se encuentra, la corrupción no significaría el acabose si no fuera por las sospechas o, más bien, las evidencias que existen de encubrimiento y de complacencia dentro del partido que la ha incubado. La maraña de intereses es lo suficientemente grande para entender desde un punto de vista funcional y práctico que al PP no le queda otra salida que convivir con ella, pero hacerlo le resultará extenuante. A los españoles, igual. La carga de la lacra resulta tan pesada y se asocia tanto al partido del Gobierno que parece como si hubiera nacido en él y no existiese corrupción en ningún otro lugar. El New York Times, en su editorial, origen de un reciente e inusual revuelo, la incluye en la balanza negativa del Ejecutivo cuando le pide que negocie de buena fe con los dirigentes catalanes la convocatoria del referéndum independentista. Un editorial no es más que la plasmación de la idea de un periódico sobre un asunto que concierne a la sociedad. En el caso del Times, también. Por eso tiene una importancia relativa. La corrupción podría traer el cambio de un gobierno pero no justifica la convocatoria de una consulta ilegal que, entre otros, reclama un partido liderado durante décadas por un sujeto como Jordi Pujol cuya familia y él se encuentran envueltos en uno de los mayores escándalos de latrocinio de la política. Sin ser el único caso del PDC.