El azul parece especialmente intenso entre los fustes de las columnas. No hay agua más cristalina en toda la ensenada que la de este roquedal, como saben los niños de Málaga, perseguidores implacables de los cangrejos que aquí habitan. Resulta obvio lo poco que le falta a este sitio para rozar la perfección: una inversión no muy elevada para remozar el balneario, ajardinamiento sutil y medidas mínimas de defensa contra el temporal. No se trata de nostalgia pues los valores son inherentes al lugar, jubilosa anomalía del litoral capitalino: un mar transparente, la última carpintería de ribera de nuestras costas y los ecos lejanos de un Mediterráneo grecolatino. Estos elementos distintivos, imposibles de hallar en ninguna otra parte, son los que atraen como un imán a los visitantes, hastiados de chiringuitos de hormigón y playas superpobladas.

Tal sobredosis de belleza, aunque sea una belleza ajada, conduce a la ensoñación, y la ensoñación al sopor. Los párpados pesan. Surge entonces del mar de Ulises el canto de las sirenas; en la duermevela se oye con nitidez. Susurran con dulzura que el perfil de la ciudad está incompleto; se necesita con urgencia un monolito ciclópeo que le imprima el carácter que hoy por hoy le falta. ¿Y los Baños del Carmen? Reliquias para sentimentales. Lo que hacen falta son playas, puertos deportivos, paseos marítimos. Cosas de las que Málaga está infradotada, al parecer.

El durmiente se despierta sobresaltado y mira a un lado y a otro, buscando complicidad en la mirada de quienes le rodean; se pregunta si ellos también habrán escuchado los cánticos. No, siguen ahí indolentes, mirando cómo el sol se esconde tras la sierra de Mijas, ajenos a las importantes verdades que acaban de ser reveladas. Más bien no; qué tangible es este oleaje. Y qué embaucadoras, las sirenas. Casi logran el engaño.