A diferencia de lo que sucedió tras su teatral constitución, ha pasado desapercibido el tercer aniversario de la creación del califato de Estado Islámico, factor que añadió aún más complejidad al atribulado mundo árabe, sacudido tras las invasiones de Afganistán e Iraq, a principios de este siglo.

En junio de 2014, Abu Bakr al-Bagdadi, líder de Estado Islámico, proclamó el califato en la mezquita de Mosul, al norte de Iraq, y aseguró que lo extendería a Occidente, con aplicación de la sharia y sometiendo a conquista a todas las naciones musulmanas. Actualmente, al-Bagdadi se encuentra huido (según Rusia, podría haber fallecido), sus dos capitales de referencia (Mosul y Raqqa, en Siria) están a punto de caer en manos de la coalición internacional creada contra Estado Islámico y la organización habría pasado de cerca de 100.000 combatientes a menos de 15.000.

Pero nada de eso significa que Oriente Medio vaya a entrar en calma (con la devastadora guerra en Siria, como epicentro). A medida que las fuerzas de al-Bagdadi se debilitan, Estado Islámico golpea a Occidente en su terreno (a través de células terroristas), tal como han vivido muchas grandes ciudades europeas durante el último año y medio. Mientras, potencias mundiales y regionales tratan de hacer valer sus posiciones en el tablero sirio (con Rusia e Irán apoyando a Al-Asad, mientras EEUU y países árabes sunnitas colaboran para derrocar al sanguinario gobernante, con cientos de miles de muertos, heridos y desplazados, entre la población civil).

La solución, como apuntaba recientemente el ex ministro de Exteriores israelí, Shlomo Ben-Ami, podría ser una Siria balcanizada (tal como quedó Bosnia, tras los acuerdos de Dayton). Pero, mientras se llega a ello, el desorden seguirá (con repercusiones para los, hasta hace pocos años, despreocupados europeos).