Las canastas, los rebotes, la ilusión y el compañerismo se han quedado en el vestuario para dejar paso a la preocupación y desazón en gran parte del baloncesto base malagueño. Desde que se conoció la noticia de las sanciones económicas impuestas por el Ayuntamiento de Málaga, la zozobra ha ido en aumento por una situación que puede desembocar en que casi 3000 jóvenes de la ciudad tengan que abandonar la práctica de su deporte favorito.

Según hemos leído y escuchado estos últimos días, las administraciones implicadas han empezado a moverse, aunque la confrontación y el reproche interinstitucional está encima de la mesa de negociaciones. Los clubes afectados y los equipos directivos de los colegios sancionados son conscientes de que el tiempo corre en su contra si quieren alcanzar un acuerdo que ofrezca la continuidad deseada tras el receso veraniego. Y este engorroso embrollo enerva al ciudadano de a pie que considera más importante utilizar el sentido común para llegar a la solución.

En una ciudad como la nuestra, ¿no hay otras actividades que generan más contaminación acústica que el baloncesto? Emborracharse, ensuciar las playas en la moraga de San Juan, las carreras de motos con escape libre o el trabajo con maquinaria pesada ofrecen muchas más molestias y ruidos que el bote de un balón y los gritos de unos chavales celebrando una canasta.

No es tarea sencilla para la ciudadanía comprender los entresijos de la problemática del ruido. Por ejemplo, si el Ayuntamiento instaló la cubierta del patio del CEIP Lex Flavia Malacitana (en el sector de El Ejido) por un valor de 400.000€ y después suscribió un convenio con la Federación Andaluza para desarrollar allí una Escuela deportiva municipal, ¿por qué ahora se le impone una multa al colegio? La propia Junta de Andalucía, que desarrolla un Plan de Deporte en Edad Escolar, tiene la responsabilidad de apostar por continuar con la práctica deportiva en los colegios, garantizando que se puede realizar en las mejores condiciones para la infancia y juventud andaluza.

Cada día es más complicado ser niño en Málaga. Es frecuente encontrarnos en plazas y recintos con el triste cartel que prohíbe jugar a la pelota o montar en bici; no abundan los espacios verdes; y ahora se pretende hasta cerrar los colegios por las tardes. Yo quiero que mis hijos y sus amigos y amigas puedan hacer deporte. No los quiero ver sentados en casa, atocinados con la consola y la televisión. Quiero que puedan seguir disfrutando del baloncesto, y no es fácil encontrar instalaciones deportivas en nuestra ciudad. Me gusta que crezcan como personas, jugando en equipo y que con su esfuerzo, aprendan a disfrutar de las victorias y las derrotas dentro del respeto a rivales y al árbitro.

Como aficionado al baloncesto no puedo entender qué está pasando realmente. En 2017 hemos disfrutado con el triunfo de Unicaja en la Eurocup y nos llena de orgullo la reciente convocatoria de Alberto Díaz y Rubén Guerrero por la selección de Scariolo. Jóvenes malagueños que toman el relevo de Berni, Cabezas y Germán, que también lanzaron sus primeros tiros en las canastas de sus colegios. Málaga es una ciudad de baloncesto y no se puede permitir el lujo de cercenar las ilusiones de miles de jóvenes, formados con el trabajo de entrenadores que son un admirable modelo educativo para su formación personal.

Incluso como educador me resulta difícil comprender lo que supone la acción irresponsable de la prohibición de la práctica del baloncesto en los colegios. Frente a la obesidad infantil, en una sociedad individualista, como alternativa a los videojuegos e internet o como prevención de los riesgos del consumo de tabaco, alcohol y otras drogas, el deporte supone la mejor vía de escape a todas esas problemáticas que rodean a los jóvenes. Cuando una familia me dice que por las malas notas de su hijo o hija le van a dejar sin practicar su deporte favorito, siempre les recomiendo que busquen otro castigo alternativo. El deporte es necesario, el deporte es salud, el deporte es vida.