El 1-O más que la fecha de la consulta independentista catalana, así a simple vista, simula el resultado provisional de un partido de fútbol que se está disputando con un pronóstico incierto. Por eso es tan apretado. Sin embargo el Gobierno está dispuesto a ejercer la presión de un modo eficaz para ganarlo sin tener que aplicar el artículo 155 de la Constitución, pensado para las situaciones más extremas. Nada es lo que parece. Los alcaldes del PDeCAT se han negado a suscribir el manifiesto del referéndum y, por, tanto, a ceder los locales de las urnas para no tener que sufrir las consecuencias judiciales. Empieza a asomar otra dimensión del problema: la falta de determinación secesionista en el partido de la burguesía catalana que hasta el momento en que Mas y Homs, acuciados por la corrupción, decidieron tirar por la calle del medio no se había prestado al juego separatista de manera tan concluyente. Muchos de sus dirigentes, empezando por los Pujol, se dedicaban a engrosar sus fortunas, y la estrategia nacionalista estaba dirigida a sacar partido económico de Madrid explotando el viejo litigio del secesionismo. Agitaban el árbol, como dijo aquella vez Arzallus, para que cayesen las nueces. Los nacionalistas travestidos en independentistas están dispuestos ahora a bajarse en marcha por temor a las represalias de los jueces, otros se niegan a padecer las consecuencias que acarrearía la desobediencia para sus patrimonios. La pela es la pela. Puigdemont tiene más de un problema; han tensado la cuerda para parecer lo que no son y se encuentran con que el Gobierno está segando la hierba por donde pisan los menos convencidos. No es un país para héroes este de los patriotas de hojalata.