Recuerdo que en los años setenta y ochenta llegué a conocer bien Alemania - bueno, la República Federal de Alemania, la occidental, la otra, la DDR, seguía presa detrás del Muro - tanto como si fuera mi segunda patria. "Meine zweite Heimat". En realidad la conocía mejor que a mi propio país, España. Por motivos profesionales viajaba por toda ella con la familiaridad que me concedía el ser tratado como un buen amigo proveniente de un país muy apreciado por ellos. Así la sentí, a Alemania, el sábado pasado. Cercana, serena y cálida. Y providencialmente unificada y admirada, gracias a un gran canciller alemán, Helmut Kohl. Que destaca en el páramo desolador que nos están dejando en la actualidad aquel reino junto al mar, al que tanto amamos en los años oscuros, Inglaterra. El espejo en el que todos nos mirábamos hasta que hace un año saltó en miles de pedazos. Y la otrora modélica república, la antigua colonia de la Corona británica, también de habla inglesa, al otro lado del Atlántico. Maltratada por ese inquietante y tosco caudillo, que comienza a superar en toxicidad a no pocos de sus hirsutos "confrères" al sur del Río Grande.

Hay dos fotos inolvidables en ese 1 de julio. La del funeral de Estado dedicado por la Unión Europea a un providencial ciudadano renano, Helmut Kohl. En la plateada Estrasburgo, en el Parlamento de la nueva Europa. En suelo francés, en la ciudad mágica, toda piedra y agua, a la que Goethe tanto amó. La segunda foto nos permite conservar en la memoria la singladura de un modesto barquito, el "Mainz". A bordo, el féretro depositario de los restos mortales de Helmut Kohl, surca las aguas del Rin. Cubierto por la bandera alemana y custodiado por el Wachtbataillon de la Bundeswehr. Con la proa apuntando hacia la vecina catedral de Spira, ya en el "Land" de Renania-Palatinado.

Recuerdo que los excelentes ferrocarriles alemanes me permitieron en aquellos frecuentes viajes de antaño por los cuatro puntos cardinales de Alemania el viajar y trabajar con una inmensa facilidad por todo el país. En mas de una ocasión consulté unos excelentes mapas que se exponían en cada vagón. Ya no me llamaba la atención que los territorios perdidos al final de la guerra y anexionados por la antigua Unión Soviética y por Polonia aparecieran con una nota como "Territorios alemanes bajo administración soviética". Alguien me comentó que hasta la caída del Muro de Berlín , la "Bund der Vertriebenen" - la Federación de Ciudadanos Expulsados - mantenía el fuego sagrado de esas reivindicaciones: que representaban la cuarta parte del antiguo territorio nacional alemán. Perdidas con un terrible precio: catorce millones de refugiados y dos millones de civiles alemanes muertos, mujeres, niños y ancianos, los que nunca pudieron finalizar aquel terrible éxodo. Gracias a Helmut Kohl, la paz definitiva y la reunificación de Alemania son una realidad. Y hoy las fronteras orientales de Alemania son unas pacificas lineas en el mapa, dentro de la gran patria común, la Unión Europea. Y ya las víctimas inocentes de los crímenes del nacionalismo luciferino y culpable de Hitler y el Tercer Reich pueden descansar en paz. Que así sea.