Hace unos días, andaba de correrías por la Antigua Casa de Guardia junto al impertérrito Francisco Cabrera. Tan hierático resulta con el vaso de Pajarete en la mano y apoyado en la barra que, en ocasiones, pareciera que se ha ido. Pero yo le dejo hacer. Sabemos por dónde va cada uno. Nos iniciamos en la misma promoción de nuestro común oficio y ya saben. Camaradería y corporativismo. Por lo demás, nos gusta aquel enclave. No sólo el espacio físico, que es lo de menos, sino, sobre todo, el espíritu. Esa esencia inmutable que se respira frente al vertiginoso desarrollo de la sociedad y de los núcleos urbanos. En ocasiones, agarrarse a la estabilidad de lo que siempre permanece tal cual, aunque sea una bodega, es una manera de reafirmarse. Un modo de tomar aire y darse cuenta de que, a pesar de nuestras heridas, de los triunfos y de lo que esté por venir, seguimos siendo los mismos de siempre. No es el Pedro Ximénez, ni la tiza sobre la barra, es el aura, como les digo. Hay que crecer y evolucionar, pero también tomar conciencia de lo que somos a pesar y por encima de todas las cosas. Y mientras tanto, que la ciudad avance y nosotros con ella. Entre esas reflexiones, salió a colación que Francisco de la Torre enarbolaba hace poco los resultados de una valoración del Centro de Globalización y Estrategia en la que se situaba a Málaga entre las quince ciudades del mundo con mayor proyección internacional. La segunda en España, oigan. Por delante de Madrid y detrás de Barcelona. Pero no son sólo los datos de los estudios. Es algo que está a pie de calle, muy de aquí. Se huele. El malagueño está acostumbrado a que la ciudad progrese porque esa es su idiosincrasia y su particularidad. Málaga crece, evoluciona, es cambiante. En los nueve años que llevo viviendo aquí he sido testigo de la reforma de la Alcazabilla, del mercado de Atarazanas y su entorno y del aterrizaje, por ejemplo, del Centro Pompidou o el Museo de Arte Ruso. Otras ciudades simplemente envejecen. Mantienen su fina estampa dejándose llevar por el dorado con el que te nutren los años. Como joyas y víctimas, al mismo tiempo, de un ocaso urbano que, al final, está condenado a decaer. Pero no es nuestro caso. Y digo nuestro porque uno se siente ya de aquí. Qué quieren que les diga. No eres de donde naces sino de donde paces. Y como yo, todos ustedes, también Francisco Cabrera, reflejamos en mayor o menor medida la personalidad de la ciudad que nos acoge. Al fin y al cabo, son entes superiores. Ellas perdurarán en su eterno fluir cuando nosotros ya no estemos. Mientras tanto, viéndolas venir y volviendo al inicio, también les invito a abrazar esa costumbre tan humana de atarse a lo que permanece, a lo que no cambia. A lo que nos da seguridad. Por eso, Francisco Cabrera y yo frecuentamos la Antigua Casa de Guardia. Porque aquello no es una taberna, sino más bien uno de los últimos refugios que nos protegen de la avalancha externa a la que nos tiene acostumbrados la vida. Y en el peor de todos los casos, además, siempre nos quedará la luz. Cuando Gabriel García Márquez, allá por el sesenta y ocho, visitó Málaga y bebió sus caldos en la misma barra donde hoy comparto vasos de Moscatel con mi compadre, no dejó pasar la oportunidad de expresarlo. «Aquí, en Málaga, parece que han inventado la luz», comentó. Sin esos pilares fundamentales que nunca cambian es imposible evolucionar. Paradoja de paradojas. A partir de ahí, todo es levar anclas, soltar lastre, penas innecesarias y engancharse de nuevo a lo que esté por venir. El pasado tiene su sitio particular, y allí está bien. Todo es camino, todo es progresión. Basta con respirar y ensordecer los cantos de sirenas de los sueños perdidos, o de lo que pudo ser y no fue. Porque al final, no serán sólo las estirpes condenadas a vivir cien años de soledad las que perezcan. Tampoco los rincones y calles de la infancia, los viejos veranos, las palabras silenciadas o los amores perdidos volverán a tener una segunda oportunidad sobre la tierra.