Veo estos días en los noticiarios las imágenes de los reyes de España en su visita al Reino Unido. Miro el boato y la aparatosidad, las lámparas de araña gigantes, los magnos salones, los atavíos elegantes, esa pompa como de revista antigua o de documental del siglo XX. Miro y veo reverencias y carruajes, gente que aplaude, mesas listas para banquetes. Y atisbo por ahí al príncipe de Edimburgo, que a sus 95 años ha decidido jubilarse. A saber qué crema facial usa. Setenta años de infidelidades, me sale en la pantalla cuando tecleo su nombre en Google. Ahí va el hombre, erguido cual setentañero, elegante -casi dandy- como un petimetre salido de una novela de Wodehouse. Que no falte el pañuelo en la pechera.

Y por España qué tal, pudo decirle a Letizia, con quien hizo, en carruaje un trayecto por Londres. A lo que se ve, el principe está cansado de una vida con balcones a la calle y quiere seguir dedicándose, dada su exultante juventud, a las damas, las carreras de caballo, los balnearios y la buena mesa, pero ya sin fotógrafos oficiales ni pesadísimas recepciones en palacio. Esas recepciones en las que son legendarias sus meteduras de pata, que tanto juego dan a la prensa sensacionalista y a los portales de cotilleos. Frase mítica la que le dijo en público a un discapacitado: ¿por qué no te pones unas ruedas? A estas alturas del artículo no vamos descartando que este hombre sea nuestro modelo vital. Felipe de Edimburgo sí justifica una monarquía él solito, el tío. Sí, por que, decidídamente, si alguien tiene que ser nuestro rey, aunque sea consorte, que sea alguien claramente superior a nosotros: o sea, que pese a 95 años de vida regalada esté en plena forma y presto al cancaneo. No he venido a sufrir, bien podría ser el lema de su dinastía. Alguien podría presentar enmienda a algunos de los argumentos aquí vertidos. Por ejemplo podría recordar que ha tenido que tomar duras decisiones de Estado. Cierto, parece que una vez intervino decididamente en un cambio de cortinas en Buckingham y hasta llegó a irritarse porque, dijo, era el único inglés (es griego) que no podría legarle su apellido a sus hijos.

El príncipe, ni su esposa, la reina madre, están por ceder el trono o abdicar, los años pasan, los primeros ministros pasan (qué le diría -¡qué le respondería!- este hombre a Churchill). Pero ellos ahí, a lo suyo, que estos días ha sido agasajar a los monarcas españoles, que hasta se han llevado su mejor tiara. Incluso han musitado sobre Gibraltar, la roca en el zapato de las relaciones anglo españolas. Al de Edimburgo no creo que le quite el sueño.