Siempre he tenido claro que soy periodista gracias a él, aunque sólo sea por las veces que me dijo que estudiara otra cosa. Es verdad que, siendo niños, cuando nos veía a mi primo y a mí jugar con las premaquetas que él mismo nos regalaba o cuando elaborábamos «periódicos» con nuestros cuadernos de dibujo, a mí me parecía intuir una sonrisa de complicidad. Sin embargo, cuando terminado COU, le dije que iba a estudiar Periodismo, me miró muy serio y me dijo: «Este oficio está acabado. Estudia cualquier otra cosa y si después te sigue gustando lo de escribir siempre podrás colaborar con algún periódico». Fue una respuesta lógica. Llevaba año y medio como director general de la RTVA y ya tenía algunas heridas de esas que tardan en cicatrizar. Pero a mí no me gustó.

Yo quería ser periodista. Y quería serlo, precisamente, por su ejemplo. En mi esquema mental sólo entraba que mi tío, el único periodista que había conocido hasta ese momento, al que todos consideraban un maestro, diera saltos de alegría porque su sobrino quisiera seguir sus pasos. Cuando iba a casa de mi abuela, me gustaba quedarme solo frente a aquella caja de galletas en la que ella guardaba con verdadera devoción los artículos con los que Joaquín consiguió el acceso a la Escuela de Periodismo, sus primeras entrevistas o el discurso que ofreció cuando el Ayuntamiento de Mijas le nombró Hijo Predilecto. En aquellos textos aprendí lo que era el rigor mucho antes de que lo convirtiera en un mantra que debían grabarse a fuego todos los redactores que estuvieran bajo su responsabilidad.

Unos cuantos años más tarde, a punto de terminar la carrera y enfrascado él en la tarea de sacar a la calle el primer número de La Opinión de Málaga, vi el cielo abierto. Le llamé una mañana y le dije que quería hacer prácticas. No me lo puso fácil, la verdad. Llegó a entrevistarme en un despacho de la segunda planta de calle Granada 42, con la redacción aún patas arriba. «No vas a tener ningún privilegio por ser mi sobrino. Pero tampoco me parece justo que porque seamos familia tengas menos oportunidades que los demás». De esa forma fue como Joaquín Marín se convirtió en mi director sin dejar de ser, como es obvio, mi tío. Creo que no escribí más que algunos breves y alguna noticia de agenda, quizá algún reportaje fresco, de verano, y alguna croniquilla taurina. Me harté de meter teletipos y me tragué multitud de cierres. Para colmo, como vivía en su casa, más de una noche tuve que soportar las bromas de los compañeros cuando veían a mi tío llegar para decirme que me dejaría la cena puesta en la cocina o una manta de más sobre la cama porque hacía mucho frío. Porque Joaquín Marín era así. Seco, cortante a veces, tímido. Pero siempre pendiente de los suyos hasta en el más mínimo detalle.

Aquellos años no fueron fáciles, pero a mí me parecieron el paraíso. Para Joaquín ser director era algo ocasional. El periodismo era lo permanente. Por eso, no era extraño verle corregir un titular o metido en la página web para buscar cuánto había llovido en la Sierra de Mijas o echando abajo la enésima falsa noticia sobre el saneamiento integral. Cuando una de aquellas noches me dijo que me iba a esperar a que terminara el cierre para que nos tomáramos una copa, que después fueron varias, en el Trovador, supe que al fin me estaba reconociendo como lo que siempre había querido ser gracias, precisamente, a su ejemplo. Fue aquella una noche larga, en la que hablamos de lo divino y de lo humano.

Aquella charla fue para mí una verdadera clase magistral, en la que, por primera vez, le oí decir, citando a Rainer Maria Rilke, que la única patria feliz, sin territorio, es la conformada por los niños. Seguramente, su patria estuvo siempre tras el sillón de la barbería de mi abuelo en la que escuchaba a aquellos hombres de la posguerra hablar de un país en blanco y negro. En aquel lugar empezaba la novela que siempre quiso escribir y que se quedó en el tintero. Hoy, cuando ya no está para que, como tantas veces, le pueda pedir consejo, cierro los ojos y descubro que la mía, mi patria, está alrededor de la mesa del comedor de mi abuela, en la que mi primo y yo jugábamos a los periódicos y él a veces nos miraba con una sonrisa de complicidad. Entonces comprendo que, aunque muchas veces me dijera que estudiara otra cosa, y pese a que tengo claro que jamás llegaré a ser ni una sombra de lo que él fue, si puedo llamarme periodista es gracias a él.