En estos días vehementes alumbrados por el encendido mes de julio, el malagueño contempla absorto como sus calles y plazas se desbordan de cientos de almas peregrinas en la búsqueda del santo grial del ocio, la gastronomía y la cultura, irrigados por el sol de esta tierra donde ostenta capitalidad. Esa luz se torna sombras cuando nos detenemos junto a edificaciones espectrales ausentadas de su propia esencia.

Entre tanta barahúnda, camino con los últimos resplandores del crepúsculo frente a la manzana de los cines Astoria y Victoria y me embarga ante su desolada y desamparada presencia un hondo sentimiento de soledad; de un abandono generado por las múltiples vicisitudes que acompañan a estas dos salas oscuras. Una a la otra murmulla algo que no distingo entender; paro y me acerco aún más a sus desfiguradas paredes y escuchó como Victoria le dice a Astoria: «La vida no es como la has visto en el cine, la vida es más difícil». Astoria le responde con un tono sobrio: «No quiero escucharte más, solo deseo oír hablar de ti. Tarde o temprano llega un momento en que hablar y estar callada es la misma cosa».

Continúo sobre mis pasos alejándome de ambas con un sentir de añoranza más acentuado; entretanto, las luces de la Plaza de la Merced hacen refulgir más si cabe la negrura de esta isla desierta por la expiación de algunos.

La soledad involuntaria es la dolencia de estos dos centros que proyectaron vida - en todo su sentido - durante un largo período. Me alejo con deambular cansino de ese fragmento de historia y recuerdo lo que algún día me comentó F. Scott Fitzgerald: «El momento más solitario en la vida de alguien o de algo es cuando está viendo que todo su mundo se desmorona, y lo único que pueden hacer es mirar fijamente». Qué aciago.