Una de las pestañas de mi navegador se llama «El arte del insulto». La tengo ahí desde hace años y me lleva a la letra de una canción de Riki López. El tipo se pega casi cuatro minutos y medio utilizando palabras como «mamacallos» o «papatoste», dulcérrima coplilla. Hay magos del insulto, reyes del ingenio del lenguaje.

El insulto puede ser bonito. Si te digo esto en latín: «Auriculam Mario graviter miraris olere. Tu facis hoc: garris, Nestor, in auriculam» te puede sonar bellísimo. La traducción de este epigrama de Marcial nos revela un exquisito agravio: «¿Te admiras de que la oreja de Mario huela mal? La culpa es tuya: le cuchicheas, Néstor, al oído». En castellano, el más culto e hiriente de los insultos es el famoso soneto que Quevedo dedicó a Góngora: «Érase un hombre a una nariz pegado». La hipérbole para destacar un defecto físico. Un soneto clásico y básico en una época en la que el Parnaso literario español era capaz de insultar en un ABBA ABBA CDC DCD.

En esto de los defectos físicos estamos haciendo un máster esta última semana. Andreíta cometelpollocoño Janeiro Esteban ha cumplido 18 años y las huestes del humor social han salido con los cañones. La muchacha, dicho por su madre, tiene un problema de desarrollo en el hueso maxilofacial. Mientras en los coles luchamos contra el acoso, en las redes damos vía libre al insulto sin más. Esto de insultar a Andreíta hay quien lo justifica con un triste: «Ya es mayor de edad y es hija de famosos, que se acostumbre». Lo de esta chica es un claro caso de ciberacoso, además de mostrar que en las redes sociales el ingenio y las figuras retóricas están fuera del alcance de mucho usuario. La democratización del insulto escrito nos lleva a la falta de calidad. Ay, si Campmany levantara la cabeza.