De la ciudad, ay, de cualquier ciudad van desapareciendo sus símbolos tradicionales, esos entorchados que acreditan su condición de espacio pleno de expresividad para quienes la habitan. La ciudad es ser vivo y, como tal, crece, se estira, muestra su energía juvenil en barrios y plazas, le nacen canas en otros, se transforma, muere... Cuando una ciudad ha sufrido una guerra y, a su término, se advierten los signos de la devastación ofrece una imagen bien parecida a la de quien ha pasado por una operación y una larga estancia hospitalaria le ha arrasado las facciones y le ha conferido ese aspecto valetudinario que nos conmueve y apena.

Pero hay otra transformación de la ciudad que -por ser más silenciosa- nos pasa desapercibida hasta que un día caemos en la cuenta y nos preguntamos dónde está aquella pastelería en la que vendían unos canutillos de crema certeros como venablos de un fauno travieso o esa librería cuyos volúmenes parecían querer cogernos de la mano y alzarnos en vuelo para llevarnos allá donde el horizonte se puebla de antojos. O reparamos en que ya no hay buzones de correos y, los que quedan, son como soldados de un ejército en plena desbandada. O se han despedido las cabinas telefónicas y no está lejos el día en que lloraremos a los semáforos que se habrán sustituido por una aplicación como por cierto ellos sucedieron en su día a aquellos guardias erguidos y vigorosos a quienes en navidades veíamos rodeados de pavos y cajas de mazapanes y turrones.

La más lacerante de estas muertes, la que estoy viviendo con un mayor desasosiego, es la de los quioscos de venta de prensa. Repase mentalmente el lector los que se encontraba hasta hace poco en su trayecto a la oficina o en su paseo por el centro. Quedará, si acaso, alguno evocando nostálgico su pasado ajetreado o rezando las cuentas de su afligida soledad y comprobaremos, si nos fijamos, que nos pide la caridad de nuestra atención fugaz, la piedad de echarle unas monedas. A cambio nos dará el periódico del día, recién imprimido, con las crónicas de lo que va muriendo y de lo que va naciendo, con mareos de titulares terribles pero también con la caricia de otras noticias sencillas o el placer de encontrar nuestras columnas preferidas, esas que han sido escritas por su autor mojando la pluma en la tinta de la prosa galana y de los adjetivos (que son los capiteles de esas columnas).

Recomiendo que hagamos caso a ese quiosco suspiroso porque nos va a regalar un sencillo ademán de gratitud, de tierna dulzura y, si nos quedamos junto a él un rato, nos abrirá sus brazos -esas puertas que se cierran por la noche- y su gesto de confianza y de amistad nos sabrá tan suave y dulce que lo recordaremos como esos minutos destacados de nuestra vida que guardamos en un estuche. ¡Ah, el quiosco de la prensa! ¡Ah, su quiosquero o quiosquera! Eran estos como guardas veteranos de una garita desde la que se vigilaba el trasiego de noticias, de revistas de coloridas portadas, algunas subidas de tono pues que exhibían tetas como racimos en un palco ubérrimo, de deliciosos cuadernillos de crucigramas, de postales con la ciudad nevada en invierno...

El quiosco tenía algo de atalaya de lo cotidiano, de encrucijada donde se encontraban el lector curioso con el mundo envueltos ambos en una especie de cucurucho mágico. El quiosquero era el gobernador de la torre del homenaje, altanero allá en su oficio antiguo, dispuesto a defender a todo trance su fortaleza de papel. Hoy, cuando esa torre se cuartea a paso veloz, al menos tributémosle el homenaje de esta sosería porque de aquel quiosco del que salían noticias como palomas hoy no queda sino el trazo mustio de un palomar olvidado y arrinconado por las urgencias de móviles y tabletas.