Los malagueños sentimos una profunda querencia por la ciudad de Granada, que va más allá del mero deleite estético y que posiblemente se remonte a los tiempos en que era la metrópoli del reino nazarí al que también pertenecía la nuestra. Quizá reconocemos en ella rasgos complementarios a los que encontramos en casa y el equilibrio nos proporciona serenidad. En Málaga, la luz es horizontal y avasalladora; en Granada es vertical y sutil. El malagueño encuentra en Granada al otoño en todo su dorado esplendor, fenómeno que está ausente en su tierra. De la misma forma, los cipreses de la Alhambra irradian un ascetismo imposible de experimentar entre las voluptuosas ramas subtropicales del jardín de la Concepción.

Escribo esto en mi condición de pasajero frecuente de la EMT y, como tal, testigo de las muy terrenales escenas que sus autobuses propician: vivísimas conversaciones corales entre toallas con arena de playa y melenas aún mojadas que huelen a salitre. Por eso recuerdo con perplejidad mi primer viaje a bordo de un autobús urbano en la querida ciudad vecina, después de mucho tiempo. Un autobús abarrotado pero en el que reinaba un extraño silencio, sólo roto por el programa de radio que sintonizaba el conductor y que se oía fuerte y claro en todo el vehículo. Una voz vehemente, de marcado acento andino, conminaba una y otra vez a la expiación de los pecados de los oyentes y amenazaba con la condenación eterna. A mi alrededor, los pasajeros escuchaban con la mirada perdida y yo, inquieto, dudaba si se trataba de un transporte público o de la barca de Caronte. Respiré aliviado al llegar a mi parada, pues temí que no se detuviese hasta el Averno. Luego he viajado en otros autobuses granadinos, pero ninguno como aquél.