Hay términos y números cuyo presagio limpian de sombras la mirada, inundan las venas de una ebriedad que sube por las venas, y mojan los labios. Le ha sucedido a muchos esta semana. Unos celebraron el próximo orgasmo de 550.000 visitantes, y otros descorchan ya, a pecho descubierto, la boca rubia del Cartojal pensando en los 222.000 turistas que inundarán Málaga en la cercana feria de agosto. Da igual la cifra exacta del número áureo, el récord de felicidad económica está asegurado. Y con entusiasmo torrencial se frotan las manos y defienden el orgullo de destino festivo dos piezas y descamisado. Claro que también estamos los que poca excitación sentimos ante la masificación turística y echamos cuenta sobre a cuántas olas y medusas tocamos por barba. Porque lo cierto es que se nos queda chica la mar con el reparto. Tampoco tocamos a mucho en el vivir a escote, en el centro histórico, entre los turistas y los nativos reducidos al papel de figurantes en el tecnicolor del verano pero sin los 46 euros por jornada, según el convenio del sector que regula igualmente que si se dice una frase de cine el cobro es de 159 euros, de 153 si se trata de televisión o de 138 para los filmes de bajo presupuesto. El más habitual de las producciones turísticas de una ciudad overbooking de despedidas de soltero, de visitantes low coast y de viajeros culturales que también cuentan, aunque su porcentaje sea más bajo, y cuyo gasto medio es de 721 euros por turista con una media de 7,9 días. Un 3% menos que en 2015 y que no deja de caer desde hade cinco años.

Es por esto que los poderes de la ciudad anhelan globalizarse con el copia y pega de otros modelos -en lugar de desarrollar un modelo autóctono, diferencial y sostenible- y ser resort cinco estrellas con un icónico becerro de oro. La famosa torre catarí por la que el presidente de la Confederación de Empresarios de Andalucía y de Málaga ha protestado a la Junta porque nadie les ha invitado a opinar formalmente que están muy a favor de la gran envergadura del proyecto. Ya lo creo, 135 metros a proa del futuro de una ciudad que aspira a tener un puerto que sea Las Vegas de Plata. Una cartografía que excluye el desarrollo oriental de la costa oeste de la ciudad, más lógico en su necesidad y transformación y donde el Museo ruso y La Térmica andan revitalizando la zona a la que bien le vendría un hotel. Pero nada hay más rentable en Málaga que la manzana de oro del puerto que por fin abrió a la ciudad, aunque ahora por autoridad se abra al turismo y al negocio de un Midas del marketing.

No hay ciudad actual que no envidie a esta Cenicienta del sur convertida en Sissi Emperatriz. Una equis del tesoro en el mapa nacional que en 2016 alcanzó la cota de los 75,41.000 millones de euros en ingresos por turismo. El turismo es el metrónomo de la economía pero otra cosa es que su latido tenga alma faustoniana. Un ejemplo es el boom de los apartamentos turísticos, amparados muchos en la ilegalidad, que no cesa de tener respuestas acertadas como esta semana la de San Sebastián que ha decidido reducir un 15% la oferta y respaldar a las viviendas plurifamiliares que no quieren ser hoteles clandestinos ni tener en su portal una terminal de salidas y llegadas. Una posición más acertada que la que defiende la novelista Donna Leon que sarcásticamente propuso echar cocodrilos a los canales de Venecia para solucionar el turismo desaforado. En Málaga su Ayuntamiento ni piensa en que la policía local patrulle la playa de La Malagueta de moda en las madrugadas ni saca la cabeza del metro para solucionar la airbnbización de la sociedad impulsada por grandes corporaciones y propietarios de clase media que juegan a ser rentistas low coast.

Debatir acerca del turismo, de su importancia y de sus puntos negros, suscita una efervescencia emocional parecida a la militancia entre PP y PSOE y la filiación al Real Madrid y al Barcelona. No deja de ser el turismo sinónimo de esplendor y de riqueza, y a quién cuestiona y argumenta se le condena inquisitorialmente. Y los que dependen de sus resortes económicos, sean empresarios o asalariados, defienden con fervor su buena repercusión. Otra posverdad ya que a pesar del récord de 2016 sólo se crearon 80.688 empleos. Y según Exceltur, sólo se ha crecido en 455.535 contratos desde 2010, un 21,5%, la mitad de lo que aumentaron los turistas en los últimos seis años (un 42,5%). Es decir, se crea poco empleo y además está muy mal pagado; la mitad es a tiempo parcial, aunque en muchos casos encubren trabajos a jornada completa, y el empleo externalizado, según los sindicatos, supera el 30%, obligando a los trabajadores a darse de alta como autónomos; igual que ocurre con las camareras de pisos, autodenominadas las kellys, a las que pagan 2 euros por habitación. Muy pocas voces acreditadas defienden que gestionar la capacidad de carga es como regular el flujo de agua con un grifo, abriendo más o menos la llave para regular la cantidad de agua que queremos. Pero una vez que se ha inundado la casa, de nada sirve cerrar el grifo. Así que gestionar la masificación turística exige medidas al mismo nivel que la gestión de una inundación, medidas de emergencia y evacuación. Pero no, lo que prima entre la mayoría es el No cabe una toalla más. Un buen eslogan para las playas y el centro de Málaga, destino paradisiaco de moda a pesar de la prostitución de los recursos costeros, de la vulgarización del encanto de la ciudad, de la crispación de muchos residentes que no sorben las burbujas del champán y empiezan a sentirse extranjeros en su ciudad, y del aumento de amenazas contra el equilibrio ecológico.

Agosto fue siempre el tiempo del veraneo sobre el que dicen que fue Zeus su inventor, cuando bajaba de incógnito a la tierra para ver los Juegos Olímpicos y cada año se hospedaba en una casa diferente. Lo mismo que otros se lo otorgan a los romanos, acerca de los que Séneca escribió en el siglo I que el disfrute del ocio era una esencia de la vida humana, que hicieron de Pompeya, de Bath en Inglaterra y de Aix-les-Bains en Francia, sus primeros lugares de descanso estival y de baños. Sin olvidar al rey británico Jorge III que en 1816 cambió su habitual descanso rural por el frescor de la playa de Weymouth. Ya entonces, el geógrafo Élisée Reclus escribió que «en la costa, muchos de los acantilados más pintorescos y las playas más encantadoras son presa de codiciosos propietarios o de especuladores. Cada curiosidad natural, incluso el sonido de un eco, se convierte en propiedad individual. Los empresarios arriendan las cascadas y las cercan con vallas de madera para impedir que los viajeros que no pagan disfruten de la vista de las turbulentas aguas». Más tarde llegarían nuestros quince días de mar en casas de pescadores, en pensiones y pequeños apartamentos, a pie de unos veranos sin edificar ni muchedumbres con planos, de cine con los sueños en blanco y la aventura de descubrir la libertad y la piel en rincones donde la imaginación campaba a sus anchas.

No existen ya esos veranos. Tampoco el veraneo. Ahora todo se reduce al consumo, al crecimiento y al ranking mundial de competitividad turística. No importa el deterioro que se está produciendo ni que el Consejo Mundial de Viajes y Turismo prevea que la llegada de turistas a España de aquí a dos años, cuando se espera la recuperación de destinos rivales como Turquía, Egipto y Túnez, baje de un 10 % hasta un 3 % .

Cuento las olas, como Virginia Woolf, y decido que a los fuegos de feria les pediré que mi vida no sea un sueño estallando dentro de una burbuja de espuma.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es