Con o sin intención, al cabo todos terminaremos siendo antepasados, gente que tuvo su instante en lo eterno, ese fulgor previo a la nada profunda que serán nuestras vidas y nuestras individualidades, nuestras sobrevaloradas individualidades.

Apenas nos pasen unos siglos, cuando, a la luz del tiempo, los que vivan el presente de esa época que está tan lejos que ni siquiera es nuestro futuro viertan su mirada sobre nosotros, me temo que lo harán con un cierto sonrojo.

Hay algunas correspondencias de las que es imposible escapar. Una de ellas es que cuando en una sociedad se desploma la ética inmediatamente también lo hace la estética. O quizás sea al revés, no estoy seguro (no estar seguro de nada es uno de mis hábitos más antiguos, y estoy apegado a él como solo se apega uno a los amores o a los rencores), pero ambas cosas van indisolublemente unidas. Y hemos de reconocer que mucho hemos perdido de ambas cosas, que al mismo tiempo que se degradaba nuestra ética social a base de egoísmo, individualismo, e incivismo, gran parte de la cultura popular giraba hacia un abundamiento del feísmo, de lo grotesco, de lo soez. Basta observar algunos peinados, algunas músicas, algunos bailes, la programación de las cadenas de televisión o gran parte de nuestros hábitos sociales para darnos cuenta de que estamos muy cerca del final, si es que estas cosas tienen un final.

Caminando por mi ciudad, por ese territorio sureño donde desentraño mis trabajos y mis días, me cruzo con un grupo de hombres (no es posible siquiera la piedad de llamarlos muchachos) que envuelven su discurrir en gritos guturales, simiescos, intimidantes. Se supone, sin embargo, que se están divirtiendo. Han esposado a uno de ellos a una mujer de pequeña estatura. La llaman «antistripper», y se sospecha que eso es gracioso, que esa «despedida de soltero» está siendo todo un éxito porque el futuro contrayente va más que humillado. «O tempora, o mores», dijo Cicerón denunciando la corrupción de su tiempo, y nos valdría también para hoy si el latín no estuviese tan muerto como la elegancia y el buen gusto de no hacerse notar.

Alguna vez me pregunto qué recordarán de nosotros dentro de unos siglos, cuando nos hayamos ido y alguien rastree cómo vivíamos nuestras vidas cotidianas. Seguramente seremos la generación que mayor rastro dejará de sí misma, ahora que todos portamos a todas partes una cámara de vídeo y fotografía con la que impedir que nuestros descendientes puedan olvidar la vergüenza ajena de ver a la bisabuela con un pene de goma en la frente y poniendo cara de estar divirtiéndose hasta el éxtasis.