Agosto es el corazón del verano. El destino tradicional de las vacaciones con las que casi todos cicatrizamos las heridas y las renuncias, y buscamos el horizonte en el que volver a sostener la mirada sin preocupaciones, preferentemente soleados, en descanso, sucediendo igual que si el tiempo fuese un pentagrama en blanco al que puntearle la música con la que silbamos nuestros sueños. Para cada uno este mes gregoriano, en victoria conmemorativa sobre Cleopatra, tiene una tierra prometida, una memoria azul, y algunas que otras enseñanzas que se entienden al convertirnos en adultos. Agosto me lo explicó mi padre como la época ideal para remendar las redes y su atarraya, despacio, sin prisas, a conciencia de aguja y con nudos de empalme en rombo, repasando sus bordes y sus adentros con el deseo silencioso de con qué se quiere volver a llenarlas. Una tarea en la que se refleja la necesidad de repasarse a uno mismo, y que otorga al mes que los irlandeses nombran lúnasa ser mayoritariamente el paréntesis de tregua. No es extraño por tanto que aumenten los viajeros -45 millones desplazándose por carretera y sumándose por avión otro porcentaje alto a los 16 millones que hasta el momento han desembarcado en Málaga en espuma y abanico-.

Tanto número al compás del calor y la demanda provoca la subida de precios -un 24% los hoteles y un 15% los apartamentos turísticos- en el menú del destino: la región dichosa del mar deslumbrado, y los oasis verdes donde amanecen los pájaros y el agua en un mismo vulano de luz colándose por las ventanas. También es el mes en el que descubrir la propia ciudad desocupada -no es el caso de la nuestra pero si ocurre con Roma y Madrid- con sus terrazas aéreas o a pie del hechizo del atardecer, elegantes y sensuales en el antifaz del perfume y los colores tejidos de noche; desarmadas las calles y el aire de tráfico y de los veloces relámpagos de la gente oxidándose camino del trabajo, enmudecidas en su grisáceo regreso a casa. La ciudad secreta y seductora, entregada a los que no dejan de amarla cuando se queda a solas. Y a quienes la eligen en sentido contrario a los paraísos y sus muchedumbres.

Por eso es tan especial agosto. Un instante de dicha, una felicidad habitable que en la vida de todos media entre la espada y la pared. Ese espacio habitual en el que transcurre nuestro tiempo en combate y defensa de nuestras necesidades, heroicos en el valor de levantarse ayer y mañana contra el clamor de la jungla, la dificultad de sus arrecifes, y el cartón-piedra de las promesas con las que los políticos ajustan nuestras vidas a sus intereses y contradicciones. Habría que imaginarse agosto si no existiese. A cobijo de su corazón de estío dejamos a un lado los miedos y el hartazgo, las pérdidas, los fracasos de diagnóstico reservado y la economía feroz que a nuestras espaldas borra nuestras huellas y a un paso del futuro nos tiende emboscadas. Nadie soporta todo un año y otro encabalgado la lenta tortura del reloj, los túneles de largo recorrido, la pálida llama de un cabo de esperanza ahogándose en cera, las insuficiencias cardiacas, sin saber que contamos con un mes en el que tener la ocasión de oxigenarnos en otro paisaje y vivir el deseo de que ser otro es posible.

Este anhelo humano certifica que, al igual que la navidad, agosto es el lugar preferido en el que todos hacemos inventario de infancia, como si atravesáramos el espejo hacia la costumbre de la felicidad. No estaría mal proyectar en la noche llena de un cine de verano -ahora que este mes el ayuntamiento malagueño incomprensiblemente no prosigue la programación- los agostos del mundo que hemos conocido y se está derrumbando. Aquellos días madrugados hasta la orilla de espuma limpia por la que se arrastraba a cuerda el copo plateado de escamas en saltos; las excursiones en bicicleta Orbea y Bh Gacela -los caballos azules de la adolescencia-; las avionetas del mediodía con las rebajas de Féliz Saéz en pañuelo de humo y letras grandes, o desprendiendo en vuelo una lluvia de balones y canoas Nivea que provocaban una marea de brazos en pugna en dirección al naufragio; los bodegones de carne subversiva en su morenez femenina; las tardes paternas, y de José Ramón todavía, frente a la épica de La Vuelta con cumbres de niebla verde. Imposible no recordar mis lecturas de Homero, de Salgari y de Stevenson en la biblioteca de mi abuelo, enseñándome a amar los diccionarios y las palabras. Igual que las moragas, ahora prohibidas, en las que todos nos iniciamos en mancharnos de playa y noches con un beso atreviéndose, y el corazón como la orilla de todo. Tampoco faltaban, al igual que ayer en Málaga, un chambao de fuegos artificiales sobre la bahía, estrellas imposibles en su dibujo, en su vértigo y desenlace. A todos nos encandila asomarnos de cerca, en palco o bocarriba, a los resplandores del cloruro de calcio y potasio del naranja al violeta, del azul antimonio, el nitrato de rojo y el blanco titanio. Colores de amor incipiente, de afectos maduros y ausencias sentidas celebrando en el cielo el eco de los sauces, de las serpentinas y las esferas, mientras cada cual recuerda a los ausentes como Antonio Parra, poeta de la elegancia y la cultura, lo mismo que Pepe el hijo del cohetero, generoso en afectividad serena y en sonrisa lenta, brillando ahora en la nieve más alta entre Cádiar y Narila, su Ítaca con aurora. No hay agosto en el que uno no pueda embarcarse cuando se sienta solo o le susurre al mar un secreto, devolviéndole con la mirada una ola.

La vida y el destino no entienden de vacaciones. Son los únicos que no aplazan su rutina ni encomiendan a septiembre el reinicio de sus hábitos y las exigencias de sus obligaciones. De sobra lo sabemos en este agosto de flama y tormentas en el que de reojo miramos a Venezuela, desangrándose por la tiranía y corrupción de Maduro, el drama del pueblo encima de una gran balsa de petróleo sobre la que naufragan el hambre, la democracia, la justicia. Pendientes a la vez de la enajenación ególatra del líder supremo de Corea del Norte a cuyo jaque con jaque Trump responde, incrementando haciéndonos temer un incendio de altas temperaturas más peligroso que el que deforesta en cenizas Portugal en llamas.

Suceden la tragedia y la risa en este mes que deshoja a diario sus efemérides recordándonos la campaña de desobediencia civil de Mahatma Gandhi en 1920; el perfil de Colón a proa de su naos partiendo de Palos en 1492 rumbo a las Indias; el broche en Bethel del Festival de Woodstock donde fueron sonando One day at a time de Joan Baez, To love somebody de Janis Joplin y el cierre de Fire con The Star; que fallecieron en otros siglos Macbeth, rey de Escocia, y Blas Infante fusilado; que comenzó el día 13 de 1961 a levantarse el muro de Berlín. No faltan en la relación el cine que nos nació a Robert Mitchum - durante un tiempo imité frente a las chicas el gesto de su Chester sin boquilla en una esquina del labio y su forma de andar arrastrando la cadera con pícaro escepticismo la mirada -, ni la Literatura regalándonos a Julio Cortázar al que tanto debo en la escritura como seducción, compromiso y magia. También un 25 de agosto de 1609, Galileo Galilei presentó el primer telescopio al Senado de Venecia leyéndoles la Via Láctea y la constelación de Orión.

Qué bien nos hubiese explicado el maestro toscano la belleza de Las Perseidas que nos convocan bajo estas noches más altas del cielo, a salvo de la contaminación lumínica y de la bulla en feria, para pedirles en este agosto, tan personal en significados y evocaciones, un presagio del esfuerzo, un apetito de la imaginación, una estrella que nos cumpla en su deseo.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es