Con la feria hemos topado, que Dios nos asista. Nueva sarta anual de tiritas municipales para hacer la vista gorda a las sombras del evento. Ésas que nadie quiere ver. Y les voy dando casuística. La calle Victoria, por ejemplo. Se acerca el día de la ofrenda floral a la Patrona del Santuario por parte de la comitiva. La calle parece otra. No hay restos de comida, ni papeles, ni botellas, ni latas en su calzada, ni en las aceras. Ausencias todas ellas que resultan raras en un barrio al que refieren de «chupa y tira» pero que, en su cotidianeidad, parece más de tira que de chupa. Incluso las ratas, que algunas veces se dejan ver a primerísima hora de la mañana durante los días de tiempo ordinario, han desaparecido. Como si una suerte de prórroga animalística de la antigua Ley de vagos y maleantes se hubiera aplicado a los roedores. Nos da la sensación de que el verbo baldear y lo que significa goza de aplicación real entre las acciones que ejecuta Limasa. Fogonazos con agua a presión y detergente. La calle brilla. Parece que se esperara más la llegada de la suegra que la del alcalde. Todo es esplendor. Como cuando Serrat cantaba aquello de «Gloria a Dios en las alturas, recogieron las basuras de mi calle, ayer a oscuras y hoy sembrada de bombillas». Como si los ecos de la melodía fueran desechando los residuos lado a lado y a su paso, de la misma manera en que se separaron las aguas del Mar Rojo. Ya no hay cúmulos en torno a los contenedores móviles, ni en los soterrados. Nos da la sensación de que la mala educación de quien asiduamente ensucia y la diligencia de quien tiene el deber municipal y profesional de limpiar se hubiesen dado un apretón de manos. Todo está correcto. Qué les voy a decir, si hasta han perfilado las líneas blancas y amarillas de la calzada con pintura traída de los más lejanos confines y territorios del oriente profundo. Incluso las hojas de los árboles plantados a lo largo de la calle y las del propio Jardín de los Monos parecen mitigar la magnificencia del más hermoso de los mellyrn que crecen en la espesura élfica de los bosques de Lothlórien. ¿Pero qué será de esta arteria que conecta la Merced con el Santuario cuando acabe la ofrenda? ¿Se la abandonará de nuevo a su suerte? ¿Nos quedaremos compuestos y sin novia como Villar del Río en Bienvenido Mister Marshall? No sé qué decirles. Aunque, llegado el caso, siempre queda la opción de resignarse, de llenar el alma de hastío e indiferencia, como decía Ángel González, en este tiempo hostil, propicio a la mugre. Ya lo verán ustedes, lo vaticino, cuando los riachuelos de orines fruto de lo que en la nocturnidad viene a ser un botellón legalizado encharquen sus zapatos por las mañanas, camino del trabajo. Como si lo festivo tuviera que ser incívico. Como si no fuera para morirse de pena que un cartel con guirnaldas alusivas a la feria promocionara con su «no significa no» la campaña contra los abusos sexuales. Pero claro, lo ven venir y no queda otra que usar la prevención y el aviso frente a lo que acecha, frente a lo que puede acontecer en los callejones sombríos y en los portales oscuros. Y si no me creen a mí, si piensan que exagero, que soy un carca y que estoy para echarme a los tigres, pregunten a los miembros del Cuerpo Nacional de Policía que tienen que cubrir el festejo y les hablarán de lo que les toca torear. ¿Recuerdan ustedes la última violación en grupo durante los sanfermines? Resulta una verdadera lástima convivir en una sociedad donde, llegada una fiesta, se tiene que aleccionar con cartelería lo obvio, la no comisión de los delitos. «No mate usted», «no robe usted», «no abuse usted». Eso es lo que tenemos. Aunque ya puestos, y salvando las distancias en lo que a gravedad se refiere, yo añadiría, «no deambule sin camiseta y no orine usted en las calles», que me parece de lo más puerco, chabacano y ordinario. Hágalo mejor en el salón de su casa. O en la de su madre.