El verano es un accidente gravitacional. Un fuego desbravado, una conciencia pastosa. Algo estratégicamente situado entre lo plúmbeo y la necesidad de ligereza, lo cual supone un fino pretexto de consistencia newtoniana para que los programadores de contenidos den rienda suelta a su principal vocación, que es como todo el mundo sabe la de la chorrada por la chorrada. El verano es un tiempo chorra en un país chorra. La fritanguita, la siesta con el Tour. Proust, con toda su recherche, convertido en un color favorito. la guita suelta de los fichajes. Escribir sobre la tontería pechugona del verano es doblemente tonto, pero no se puede contradecir la corriente. Y menos dejar pasar el tren de la cosa metaliteraria. Por aquí la contradicción se enmascara y envalentona: no es ya que no existan las tardes de estío pobladas de fantasmas, es que la juerga, como la inspiración, casi siempre pilla trabajando. España se está convirtiendo en un lugar en el que la gente trabaja en agosto y pasa el resto de los lunes en chanclas. Una economía en bandeja, de servicio público al funcionario, que al fin y al cabo es el único español que vive, además de los señoritangos y los cargos de confianza. Vienen los guiris, las medusas, el apocalipsis de la feria, Rajoy andando como si se hubiera liado con la charla y tuviera al remojo los garbanzos. Los problemas, siempre cíclicos, que no surgen de la nada. Lo último y de este año es que la serpiente se enrosque por la cola del turismo y su pescadilla sagrada. Y fingir cara de asombro. Como cuando llega agosto y hace más de cuarenta grados. El asunto, como casi todos, es simple y complejo al mismo tiempo. Y por más que esté clara la insania de Arran y la injusticia de criminalizar al que viaja, no se debería dejar de lado la autocrítica, que es algo que entronca con la misma naturaleza del turismo de masas. El ejemplo del ladrillo está demasiado cerca. Y la ambición, la cruzada del dinero rápido, siempre suele acabar con la muerte por afixia de la economía española. Por todas partes se oyen voces que hablan de turismo sostenible, pero la realidad es tozuda y a veces responde con una lógica aplastante. Más allá del caos introducido por la insuficiente regulación y los reinos de taifas, bastante evidente en el caso de los apartamentos turísticos, no existen las casualidades. Los destinos que más urgencia se dieron en vender su alma al diablo son los que más están notando las consecuencias; si se apuesta por un modelo desmesurado, en una idea de playa tostada y circuitos de borrachera, lo normal es que el cortocircuito se acabe notando. Y con efectos que por desgracia quizá sean duraderos e, incluso, irrevocables. El turismo vive un momento histórico. Nunca ha habido tanto gente viajando. Y eso puede convertirse en un arma de progreso o justamente en lo contrario. Una cohorte bochornosa de gestores públicos se han esforzado precisamente en sembrar las flores de la catástrofe. Entre ellos, Rajoy y su planteamiento económico de fondo, que no es otro que desmedrar y mutilar al país, tranformándolo todo en una fábrica de servicios turísticos con trabajadores de saldo. El poco respeto que se muestra por los profesionales, junto a la voracidad expansiva del negocio, en muchos casos incompatible con la vida ciudadana y el pulso ordinario de las ciudades, puede revelarese en una tumba a poco menos de medio plazo. Y el riesgo es lo suficientemente importante como para no entender de intereses particulares: o hay una conjura racional y colectiva, o se administra la masa, o el alud del verano acabará hasta con el propio verano.