Ahora que media España está en fiestas y tanta gente se ha echado a la calle como si fuese el último día de sus vidas, y canta y baila y tira cohetes y hace del ruido una seña de identidad, a mí me da por buscar un poco de silencio, como aquel filósofo buscaba con un candil a un hombre justo. Y, como él, tampoco lo encuentro.

«Cerca del grosero está el venturoso», nos dijo Villamediana, quien ya debía saber que medimos la alegría en decibelios y que siempre exageramos la alegría, pero que cuando las cosas son verdaderamente graves no gritamos, porque lo irremediable no necesita volumen, sino intimidad. Ningún llanto es más triste ni más inconsolable que el llanto callado. El ruido todo lo vuelve soez, desagradable, hiriente y sucio. El ruido deslumbra, quema, amarga, aíra. El ruido es un golpe, una paliza, aturde, intimida, marea y fatiga.

Soy de los que creen que la cultura (al menos la cultura cívica) de un pueblo puede medirse por su respeto al silencio, por como ama el sonido de la nada, ese rumor mínimo que tararea el tiempo, y por cómo lo cuida.

Mi pasión por el silencio nació en una plaza del Sur, una plaza de casas pálidas donde ya no está mi sombra. Allí el silencio era hondo y frágil, como el comienzo del universo. Más tarde descubrí que hay también un silencio del mar que no es silencio del todo, sino un rumor de rezo que acompaña a la luz o que encamina hacia ella, o que acaso la reparte, y otro del monte, que surge de la tierra, de lo sencillo y lo necesario, y que tiene una intimidad de cuna.

En mi mitología privada hay una Diosa del Silencio a la que dedico plegarias que no atiende. Sus manos y sus pies son como la sombra de una acacia. Muda de nacimiento, posee un delicadísimo oído. Vive en los objetos, que son formas maravillosas del silencio. Mi diosa es esquiva, pero le gusta hacerse notar en la música, a la que llena de intenciones paseándose por sus sonidos como una claridad repentina que, de pronto, todo lo explicase.

El necesario, imprescindible silencio. Lo preciso para escucharme, para saber de mí. Por eso tengo en mi casa habitaciones que guardan el silencio igual que hay muebles que guardan mi ropa despeinada, estancias donde acudo a conversar con los ancestros, a sentir su voz vieja y seca, lugares donde la luz se ampara, ensimismada, porque a la luz le afecta el ruido igual que al mar el viento. Y es que la luz, tan frágil siempre, es otro modo de silencio.