Los expertos en el terror hablan del new normal, la pauta de atentados islámicos que se traduce por una matanza quincenal en alguna gran ciudad europea. Occidente se habitúa a esta cadencia como la «nueva normalidad». Son carnicerías de bolsillo, fáciles de planear y de ejecutar. Los atropellos planeados se iniciaron en Israel, y siempre dejaban flotando la incertidumbre sobre un accidente no deliberado.

El despliegue mediático que acompañó al atentado de Barcelona demuestra que el new normal todavía juega a favor de los terroristas. Con un mínimo de elaboración, multiplican el impacto. Los protagonistas no son las víctimas desgraciadas que en este caso paseaban por las Ramblas. La atención tampoco debe centrarse en los gobiernos estatales, y mucho menos en las endebles instituciones supranacionales. El eje de la matanza es la ciudad, un paisaje que ha de ser identificable y simbólico.

En el eje meridional que desciende desde Londres, pasa por Bruselas, París, Niza y se detiene por ahora en Barcelona, se desenvuelve una partitura singularmente odiosa para el radicalismo islámico. Por eso, no se trata de un atentado contra España, ni mucho menos contra Cataluña. Su objetivo son las Ramblas, como centro del deseo universal.

El terrorismo islámico golpea a las ciudades porque entiende la esencia de la identidad europea con mayor exactitud que los propios habitantes de esta región del planeta. La cacareada libertad occidental no reside en los países ni en las regiones, sino en la posibilidad de callejear sin trabas. Se ataca la cultura del boulevardier y de los cafés, la insultante despreocupación. A los fácilmente impresionables conviene recordarles que los yihadistas no encarnan la superioridad moral. Al interceptar sus ordenadores, albergan más pornografía que los centros del vicio que denuncian hipócritamente. Su pulsión es la muerte, no la fe, aunque solo los izquierdistas ingenuos olvidan que matan con el nombre de Alá prendido de los labios.

La «nueva normalidad» significa que un ciudadano desconectado de los sucesos de ayer podría establecer sin demasiados errores el retrato robot de un terrorista. Nadie dice ya que «se dejó olvidada su documentación», porque la periodicidad ha instruido a la población en las matanzas de autor, que necesitan ser firmadas. Inmigrantes a medias, integrados a medias. Para ahorrarse un mayor denuedo fisonomista, quienes deseen adentrarse en la personalidad de estos asesinos deberán leer el breve pero esclarecedor ensayo de Hans Magnus Enzensberger, «El perdedor radical».

No pretenden matar a unas personas que les son indiferentes, quieren asesinar una cultura que les parece insoportable para su ansia de certezas binarias. Cuando Yeats escribía en su otoño que «la belleza mata a la belleza», estaba prefigurando el instinto destructivo que lleva a jóvenes con miles de posibilidades a verter la sangre ajena en Londres, París o Barcelona.

Es casi redundante recordar que se trata de ciudades de novela, y la invención es otro de los monstruos para fanáticos que prohíben hasta la música. La rica trama urbana de estas ciudades se traduce en un infinito relato de ficción. Es difícil mencionar las Ramblas, el Liceo o la Boquería sin enhebrar en la cadena el orbe particular de Eduardo Mendoza, el último premio Cervantes. Al igual que ocurrió con el derribo de los dedos enhiestos del Pantocrátor divino de las Torres Gemelas neoyorquinas, donde Alá se convirtió en King Kong, la leyenda que recubre estas urbes es tan importante como los propósitos políticos.

Cuando se presumió de que Londres era un modelo de integración, llegaron los atentados. Cuando se recordó que París estaba exento porque no invadió Irak, llegaron los muertos. Cuando se presumía que España estaba a salvo desde el 11M por sus peculiares relaciones entre las religiones del libro, llegó Barcelona. Se están cometiendo dos errores. El primero, desde la derecha, consiste en asegurar que se sabe lo que está ocurriendo. El segundo, y este con un ribete netamente izquierdista, apela a jactarse de que se puede acariciar al tigre sin riesgos, y de que un verdadero progresista sabe domar a las fieras peligrosas. Esta presunción volvió a ser arrollada ayer por una furgoneta de alquiler.

¿Por qué Barcelona? Es fácil de responder con otro interrogante. ¿Cuándo escuchaste por última vez a Barcelona en un producto extranjero, como destino cumbre del cosmopolitismo? En mi caso, el pasado domingo, cuando la hija de la protagonista de 50 amaneceres viaja a la mítica ciudad catalana desde Francia en persecución de su novio. Pero la «nueva normalidad» garantiza que la leyenda pervivirá.