Dado que el terrorismo es en esencia una película de miedo, no sería mala idea que lo combatiésemos con el arma poderosa del humor. Después de todo, lo peor que le puede ocurrir a un cineasta del género de terror es que su filme, de puro malo, desate las risas en el patio de butacas.

Los tipos ebrios de fundamentalismo tampoco resistirían que no se les tomase en serio, como bien se demostró con su reacción a las caricaturas de Mahoma publicadas por Charlie Hebdo. Aquellos dibujitos sacrílegos les indignaron mucho más entonces que la visión de decenas de muertos y heridos en las Ramblas, ahora.

Algo de lo antes dicho proponía el finado Tom Sharpe en una de las novelas protagonizadas por su personaje Wilt. En una memorable escena, el escritor británico hacía que Wilt forzase la rendición de un comando atrincherado en una vivienda sin más que someter a sus miembros a una terapia intensiva de risa y alegría de vivir.

En vez de lanzar tropas de elite al asalto de la casa, Wilt optó por bombardear a los fanáticos refugiados en su interior con alegres pasacalles, con la lectura de divertidos chistes por el megáfono, con el Himno a la Alegría de Beethoven, con bucólicos pasajes de Virgilio. El desenlace fue de lo más previsible. Los terroristas tiraron las armas mientras se abrazaban entre lágrimas, víctimas de aquel incruento si bien contundente ataque de júbilo vital, incompatible con su pasión por la muerte.

Un fanático no deja de ser un sujeto más bien coñazo que no puede cambiar de opinión y no quiere cambiar de tema, según la famosa definición de Churchill. Son gente poseída por la solemnidad del burro, engolada e inasequible a la ironía, como suele ocurrir con los que encuentran respuestas a todo en un solo libro. Aunque sea el Libro Gordo de Petete.

No soportarían el humor, que es atributo de la inteligencia; ni mucho menos la risa, que tal vez los talibanes consideren una emoción propia del diablo. Como la música, el cine, la bebida y las escuelas para niñas que prohibieron y aún prohíben en las zonas bajo su control en Afganistán.

Hay quien propone estos días medidas no menos imaginativas, aunque mucho más crueles, como la de bañar en grasa de cerdo las balas que la policía dispara a los terroristas. De hecho, una firma norteamericana de armamentos publicita quizá en broma esta clase de proyectiles desde hace tres años, bajo el eslogan: La paz gracias al cerdo.

La idea, ciertamente diabólica, se basa en que los combatientes de la Guerra Santa que mueran contaminados por alguna parte del gorrino animal impuro perderán sus derechos de acceso al Paraíso donde les espera una recompensa de decenas de huríes para ellos solos. Otra cosa es que la oferta de setenta vírgenes no parezca demasiado atractiva para las mujeres combatientes; pero ese es uno de tantos misterios en los que abundan las religiones. Incluso podría ocurrir que la yihad reservase un cielo de clase B para las señoras.

Mucho más eficaz que esa medida, o la de cargar con un jamón a modo de detente-bala contra los terroristas, parece la que en su día imaginó Tom Sharpe en una de sus ficciones. Aunque a estas alturas de la película de miedo producida por el Estado Islámico puede que la gente ya no esté de humor para responder a la barbarie con la risa. Y no será uno quién se lo reproche.