En vísperas de la publicación de su última novela sobre Smiley, Un legado de espías, el inigualable John le Carré le suelta al New York Times que «la única cosa que une a Occidente es el miedo». Ese mismo día, un atentado de Isis recibe en Barcelona el eslogan cohesionador «No tinc por». La autoridad se felicita de este enunciado más breve que un tuit, porque «No tengo miedo» tampoco compromete a nada. Al contrario, descarga sobre cada individuo la resolución del drama colectivo.

Frente a la impostada refutación del miedo, conviene salir en defensa de una habilidad inseparable de nuestra supervivencia. Aquiles, Lanzarote del Lago y James Dean han sido portaestandartes del estoico «sine metu nec spe», pero la ausencia del miedo conlleva la desesperanza. Vidas envidiables por intensas, pero forzosamente breves. «No tinc por» es una temeridad que aproxima al siguiente atentado en lugar de precaverlo.

El miedo es una excelente señal de alarma, que hubiera sido útil en Barcelona para evitar la furgoneta de La Rambla, en Madrid contra el 11M y en Nueva York contra el 11S. En todos estos lugares, además de Londres, París o Bruselas, se prefirió la desinformación a que conduce la alegría desprovista de temor. La pregunta no es si alguien tiene miedo, sino si se lo puede permitir dadas las razones objetivas para el susto. Y aquí anida la trampa del «No tinc por». No estaría de más un escalofrío mínimo, ante amenazas indudables de las que conviene protegerse.

La negación en sí misma desaconseja este eslogan. Ningún estribillo similar se ha construido desde un «no», que precisamente denota temor y desconcierto. En el referéndum del brexit se sabía que la afirmación salía con notable ventaja, y por ello se evitó el código binario de un «¿Quiere usted permanecer en la Unión Europea?» Además, y volviendo a los atentados recientes, a qué desmentir con tanto énfasis cuando es más efectiva y afectiva la alusión indirecta del“«Je suis Charlie», que reemplaza la hostilidad hacia el asesino por una encendida defensa del asesinado. La prevención aumenta cuando el grito marcadamente individual y egoísta «No tengo miedo», según corresponde al milenio del ego, alcanza la dimensión de un clamor global. En ese instante despide una sensación de terror.

«No tinc por» resuelve un problema sin afrontarlo. Ni lo nombra. ¿Tienen miedo los cien heridos supervivientes de los atentados? ¿Se les niega el derecho a un saludable miedo a los allegados de las víctimas? El eslogan es un sinónimo del castizo «Aquí no ha pasado nada», y en esta tramitación de urgencia del terrorismo islámico radica su principal inconveniente.

En cuanto virtud con pretensiones de absoluto, la ausencia de miedo ahorra precisiones. Por desgracia, Occidente se basa en la meticulosidad, en el escrutinio, en la incontinencia preguntona heredada del impávido Sócrates. La propensión inquisitiva, no siempre inquisitorial, requiere más que un papirotazo.

En contra del orgulloso lema «No tengo miedo», los días transcurridos desde el día 17 del mes 1+7, del año 17 a las 17 horas se caracterizan por la resistencia a nombrar lo ocurrido. Negar los temores tiene el serio inconveniente de esquivar un peligro real que se desea omitir, y que se llama yihadismo. Incluso se celebra el carácter expeditivo de los Mossos al liquidar a un comando sin daños colaterales, cuando los atentados también demuestran que Cataluña dispone de un terrorismo islámico a la altura de cualquier Estado europeo. Lo ha acuñado y lo ha acunado, al igual que la mayoría de naciones de Occidente.

Cuando Rajoy anuncia desde su inconsciencia discursiva que «recuperaremos la libertad», es obligado sentir algo parecido al pavor, porque nadie había anunciado que la sociedad hubiera dejado de ser libre. Sería preferible tener miedo, y atreverse a publicar las caricaturas de Mahoma, que presumir de valentía pero abstenerse de mencionar si ha habido un cambio en el ranking de las únicas religiones verdaderas.

El miedo no mata, pero la muerte da miedo. Sobre todo, cuando se rescata la posibilidad de que un colectivo no insignificante se crea con derecho a derramar la sangre donde le convenga. No es tiempo de valentones de opereta, y los educadores de Ripoll ya han demostrado que los resultados del amasamiento de los tigres son siempre desoladores. «No tengo miedo» equivale a «El rey no está desnudo», por eso ha sido unánimemente aceptado por los gobernantes. Por cierto, los bolardos son el primer síntoma de un miedo pesado, broncíneo, ominoso.