Tal vez debería decir ‘enseñando a odiar’. Porque como recordábamos la semana pasada, en palabras de Mandela, «nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, por el lugar de donde procede o por su religión. Es preciso aprender a odiar y si se puede aprender a odiar también se puede aprender a amar». Vana esperanza. Las más de las veces se pretende enseñarnos a odiar porque, cuando se siente amenazada, la sociedad tiende a recurrir a la noción de desprecio, de segregación, de violencia. Y amor, poco. Luego, del concepto inicial de defensa no hay más que un paso a la exigencia del ataque preventivo para que al adversario no se le ocurra atacar primero. Son pulsiones sociales que la democracia combate pero que, al tiempo, anidan la violencia nazi o el supremacismo blanco o lo que reconocemos como tales.

Y así estamos. Sé que todo esto que digo es un pelín exagerado puesto que hay sociedades civilizadas, no muchas, que cultivan la tolerancia y el aprecio al prójimo. Tomemos la Unión Europea, por ejemplo, una estructura libre y rica que acoge con los brazos abiertos, se supone, a los que se acercan a ella en busca de consuelo y comida. Y aun así, muchos son los que reciben a estos extranjeros llegados de lejos con sospecha, rechazo y racismo, voceando objeciones basadas precisamente en el color y las creencias.

Detengámonos un momento en este asunto de las creencias. Raro es el credo religioso que no se basa en la violencia, en la persecución del que no piensa igual, en la eliminación del infiel. ¿Qué mejor explicación de las Cruzadas? ¿Qué mejor explicación del yihadismo del siglo XXI? Estos terroristas de hoy no solo pretenden difundir a palos la religión musulmana, sino que haciéndolo, quieren sustituir la civilización del primer mundo por la suya. Loable propósito contra el que solo cabe ser tolerante con los intolerantes (para enseñarles el camino del raciocinio, largo propósito) e intolerante con los asesinos.

Para hacer frente a ello, se precisa un colectivo unido, convencido de la superioridad de la paz y la convivencia, no un frente dubitativo que se disuelve en batallitas internas como el independentismo catalán (ese que quiere eliminar el nombre de Antonio Machado del callejero de Sabadell).

Aun así, la sociedad de cada cual busca respuestas al reto, dictadas muchas veces por la mala conciencia de un pasado esclavista y explotador. En el Reino Unido se pretende la incorporación de las sociedades musulmanas a base de aceptar la existencia de barriadas contenidas que operan con sus propios códigos. Les funcionó con las comunidades hindúes y paquistanís. ¿Por qué no con los musulmanes?

En Francia, en gran parte por razón de la proximidad de la masa de argelinos llegados de la orilla sur del Mediterráneo, el esfuerzo ha sido más integrador: todo el que llega es absorbido por la metrópoli. Absorbido, por supuesto, en las capas sociales más bajas y más frustradas, lo que conduce a estallidos de reivindicación en los barrios marginales. En Bruselas pasa lo mismo. Nada de religión islámica todavía. Eso llega más tarde cuando, invocando a Dios, es preciso dar a estas sociedades carácter de células de defensa y ataque coordinados. ¿La mecha? Al Qaeda y después EI. ¿Detrás? El Corán, un texto sagrado que, nos aseguran, está lleno de paz y buena voluntad.

¿Y en España? Como la arribada ha sido mucho menos masiva que en Francia, la integración en las sociedades locales, en las ciudades, en los pueblos, ha sido más eficaz y, se creía, más completa. En Ripoll, por ejemplo. Cuatro muchachos perfectamente integrados, buenos estudiantes, de sonrisa inocente, hablando castellano, catalán y árabe, resultaron ser unos asesinos implacables. Quién sabe la clase de rencor que anidaba insospechado en el fondo de sus corazones.

Va a ser preciso hacer un esfuerzo generoso para comprender cómo, en unos pocos meses, un imán fue capaz de trastocar años de vida familiar y social a caballo entre dos civilizaciones complementarias y pacíficas. Y cómo fue capaz de inocular un odio tan brutal en aquellos chicos para que decidieran inmolarse. ¿Se trata simplemente de una reacción a la segregación nacida del desprecio al moro y al Corán, un código primitivo y belicoso?

¿Se trata de la consecuencia de un rechazo a las costumbres árabes, al machismo implacable del velo y la esclavitud? Como en Francia, en España deberíamos imponer nuestros códigos de conducta a todos, como ellos los imponen a los que llegan del mundo cristiano. Fuera velos en la escuela, fuera crucifijos. La islámica es una cultura antipática pero a mí no me estorba si no me la quieren imponer como me imponían la católica en tiempos de Franco.