Los políticos son los capos de la falsificación. Llamarlos maestros sería un insulto a los que dominan la excelencia de una enseñanza. Ellos, los políticos, sólo son, y es mucho, delincuentes de la inmoralidad con la que transforman el valor de las ideas en mercancías a merced de unos intereses. Todo lo falsifican. Los conceptos, las promesas, los datos, las afirmaciones, las noticias, la economía, las esperanzas. Incuso la mentira. Lo último, aunque no es nuevo, que están falseando, es el coraje y la solidaridad frente al drama, la identidad de la sangre que no exige ADN, la ética en los difíciles momentos en los que sólo la verdad y la cohesión social pueden ser el principio de la cicatrización.

Nada de esto se ha salvado del discurso independentista estratégicamente cegado en su obsesión de hacer de España un acérrimo enemigo, un cáncer sin cuya extirpación nunca sanará el corpus catalán y su capacidad para ser una nación más próspera, democrática y feliz. Lo que supone la liberación de un yugo de esclavitud y sojuzgamiento cuya supuesta verdad es sonrojante, como denunció hace poco la directora de cine Isabel Coixet, seguramente marcada ya en la lista negra de los traidores y enemigos de una revolución que, en palabras de Manuel Castells en La Vanguardia hace unos días, enarbola la consigna castrista de Patria o muerte. Un grito en armas con el que se entiende mejor que en ese procés ningún responsable político haya tenido escrúpulo alguno en falsificar políticamente la advertencia de un posible atentado en Barcelona, este verano y en Las Ramblas.

Desacreditar una información de ese calibre, por muchas sombras que pudiese albergar, resulta una importante incompetencia de gestión de la seguridad, demuestra el peso de la soberbia, y que por encima de la vida corriente lo que realmente importa es el éxito de la desconexión de un territorio hostil. Sólo desde esa embriaguez se puede pensar en el despropósito de no prevenir un peligro de tal magnitud. Y menos que el Govern, con su presidente, conceller y jefe de los Mossos, insistan en doblegar la verdad con una mentira por la que ni siquiera han pedido disculpas avergonzadas cuando se les demostró su absurdo empecinamiento. Su falta de ética no sólo se burla del drama y del dolor en carne viva, del miedo ciudadano y del valor anónimo demostrado por miembros de los Mossos, si no que certifica la oscura mecánica de la gestión política e internacional del atentado de las Ramblas en la que desde el primer momento, y en medio de la conmoción, se articuló un hábil discurso independentista con disfraz de víctima desamparada por el Estado corrupto que oprime, extorsiona y humilla a Cataluña.

También, según la costumbre, se ha vuelto a demonizar a la prensa, denunciando al Periódico al que Joseph Lluís Trapero, armado mosso con un revólver airado dialécticamente, ha acusado de conspiración y a punto estuvo de retar a su director a duelo. De nuevo, la credibilidad a calzón quitado ante el vigor de un discurso independentista que lleva más de 23 años confeccionando la falsificación de una construcción nacional. La inició Pujol mediante lo que Pablo Iglesias definió acertadamente como un nacionalpatrimoialismo gubernamental y caciquista, con su célebre 3%, que no sólo encajó con rentables beneficios en la estructura económica y financiera del país, del que ahora reniega vade retro Satanás, sino que fomentó el clientelismo de los medios públicos de información de la Generalitat a base de subvenciones. A modo de ejemplo, en 2015 la Generalitat de Catalunya otorgó 810.719 euros a La Vanguardia; 463.987 a El Periódico de Catalunya; El Punt Avui recibió 457.496; y el diario Ara, 313.495 euros.

Así se explica la falta de análisis acerca de la lista de agravios, entre los que están las escasas inversiones del Estado, el acoso a la lengua, su explotación por esa España subsidiada como Andalucía y Extremadura a las que el escritor Suso de Toro ha acusado en más de un artículo de "envidia y desprecio ofensivo a la población catalana, cuando si ellos existen, si existen sus autonomías, es debido a la lucha democrática de la nacionalidad catalana por su autogobierno". Afirmaciones que no han encontrado respuestas por parte del ámbito académico y cultural catalán. Muy solo ha estado Albert Boadella en levantar la voz ante el largo procés que ha falsificado la historia, desde que Próspero de Borafull, director del Archivo de la Corona de Aragón reescribió en 1847 el Llibre del Repartiment del Regne de Valéncia con el objetivo e magnificar el papel de los catalanes en la conquista de Valencia de 1238, hasta el documental Desmuntat Leonardo, patrocinado por el Institut Nova História, donde el pintor podría tener origen catalán y las montañas dibujadas al fondo del retrato de La Gioconda ser las de Montserrat. Y el reciente intento de expulsar de las calles la memoria de Góngora, de Antonio Machado, Quevedo, Goya y otros grandes clásicos de la cultura.

Es absurdo tanto empeño en diferenciarse cuando acaban de demostrar que no están tan lejos de España: tampoco allí dimite nadie por corrupción ni por ejercer la mentira política y mantenerla a pesar de la tragedia del atentado, ni por la manera en la que Puigdemont lo está convirtiendo en su propio 11M. Lo mismo que hizo Rajoy con la matanza de Atocha, y en cómo niega su responsabilidad en los casos Gürtel y Bárcenas. Ejemplos de esa falta de credibilidad política, a los que sumarle de paso el acatamiento que han hecho los sindicatos franceses de la anunciada reforma laboral de Macron, mucho más dura que la que propuso Hollande con el sindicalismo alzado en su contra.

Inauguramos septiembre con la misma impotencia frente a un universo político que perpetúa su Día de la Marmota sin dejar de falsificar valores, ideales y acciones, dividiendo en fanatismos y desesperanzas a una ciudadanía espoleada sentimentalmente a favor o en contra, obligada a militar contundentemente en el desconocimiento y negación de una realidad: el pluralismo del país y el enriquecimiento cultural que debería suponer, y la convivencia menos intoxicada en la españolista Barcelona frente a la hostilidad nacionalista del interior -igual que sucede con Bilbao en el País Vasco-, y el peso de esa falsificación en torno a la dictadura sobre Cataluña, con la que se encubre la corrupción durante décadas de la derecha nacionalista y su permanente extorsión al Estado. Tampoco se abordan el error centralista de negar el problema y negociarlo con criterio, el silencio escogido por los catalanes no independentistas -ocurre con ellos lo mismo que con los musulmanes, es muy bajo el porcentaje que se manifiesta exigiendo NO en su nombre- . Ni la conformación de una pluralidad política del Estado capaz de consensuar entre todos y democráticamente un modelo constitucional, y reformas en educación, en igualdad social, en transparencia y pulcritud en el uso de los recursos públicos, que favorezcan un sistema del bienestar y la dignidad. Cuestiones mucho más determinantes y urgentes que el empecinamiento en levantar muros, abismos y diferencias falsificadas para el beneficio de los mismos, los de siempre.

El 1-0 del referéndum está cerca. Dentro de una semana la Diada será o no será el jaque terminal de la penúltima jugada. Queda poco para decidir entre todos si Cataluña opta por seguir ensimismada en su espejismo o si, como dice el profesor de Derecho Constitucional, Frances de Carerras, elige integrarse sin complejos en España y, a través de ella, en Europa y en el mundo.

El desafío no es poner contra las cuerdas a un Estado obligado a defender su Constitución de una ley golpista al margen de la legalidad internacional. El desafío real está dentro y es múltiple: el terrorismo yidahista, el cambio climático, la codicia financiera que continuará promoviendo dramáticas diferencias económicas y sociales. Son batallas de nuestro presente y nos exigen diálogo, tender puentes y reconocernos en lo mucho que nos une. De nuestra credibilidad en estas herramientas no van a depender las nuevas fronteras, sino nuestro futuro.