Las ideas y la cultura impulsan la economía, y la economía a su vez acelera -o enlentece- el pulso de las sociedades. Quiero decir que, más allá de las instituciones, la cultura asentada en un país es la que explica su nivel de desarrollo, su amor por la innovación y por la calidad -o bien al contrario-. La apertura al comercio exterior, por ejemplo, frente al proteccionismo de la industria. El rigor educativo -compendiado en las ciencias y las letras, los centros de investigación y las bibliotecas-, frente a las altas tasas de fracaso escolar y al poco valor que se concede a la formación profesional. El respeto a la inteligencia y al esfuerzo, frente al elogio de la astucia o la admiración por el pelotazo. De un mundo rígido y estamental a otro definido por la fluidez y los cambios, el nivel educativo de los ciudadanos y el poder disruptivo de la tecnología explican en buena medida las grandes transformaciones que han tenido lugar en estos últimos dos siglos e incluso el relativo estancamiento actual. El profesor Tyler Cowen en su libro The Great Stagnation defiende que el agotamiento de la innovación científica es lo que ha determinado, en última instancia, el retroceso en la mejora de los estándares de vida después de décadas de crecimiento interrumpido. Es posible que sea así. Al menos en parte.

Otro economista de renombre, Jeffrey Sachs, ha dividido el grueso de los países en tres grandes grupos: los que son científicamente creadores, los que no innovan pero sí reciben y hacen un uso productivo de los avances tecnológicos, y los que viven prácticamente al margen. «Los países innovadores -leemos en el ensayo Capitalismo y revolución de Gabriel Tortella- son los que producen la gran mayoría de adelantos tecnológicos; tienen enormes aparatos de investigación, aplicación, difusión y formación de técnicos y técnicas. [...] Las naciones receptoras investigan mucho menos, pero tienen un nivel cultural suficiente para adoptar y adaptar las innovaciones que se producen en otros lugares. Son los países que crecen arrastrados por los innovadores». Estados Unidos, Canadá, Europa Occidental, Japón o Israel forman parte del selecto grupo de avanzados. España, no. Por desgracia, constituimos una de las escasas excepciones en la zona euro de país que todavía crece arrastrado por los demás. A nuestro favor jugaba un atraso secular que nos ha permitido incrementar nuestro desarrollo de forma acelerada. En nuestra contra, sin embargo, hay que señalar que este recorrido no es ilimitado. Llegados a un punto, ser innovadores se convierte en una obligación.

? De las múltiples heridas que nos ha dejado el estallido hace ahora una década de la crisis financiera, una de las más perniciosas con el paso del tiempo será el descuido de la ciencia y de las letras. Los recortes en I+D, la escasez de reformas en este sector -y, por tanto, de verdadero empuje científico-, la irrelevancia internacional de nuestras principales universidades, el gasto insuficiente en innovación de las empresas, la falta de inversiones en las bibliotecas públicas, las elevadas tasas de fracaso escolar y la ausencia de un modelo educativo que dé respuesta a las necesidades de hoy. Al final, también esto responde a una cuestión de ideas y de humus cultural, de voluntad de cuidar la excelencia y el músculo moral de nuestra democracia.