Le han llovido hostias de empecinado calibre. Hostias telegráficas, menestrales. Salidas del torpor de la caverna. De un cura loco. De un pueblo de Madrid de los que tienen alcalde. Nada nuevo, si no fuera por la gravedad de la circunstancias y de los tiempos. Desde que tuvo la osadía de presentarse a alcaldesa, a Colau, con y, sobre todo, sin razón, la han machacado a un nivel sañudo y futbolero, muchas veces de forma asquerosa, con ese machismo prostático disfrazado de rebeldía, de canto de gallito frente a las normas de la ética. En cierta medida, viene en el cargo. Y más en estos tiempos tan necesitados de enemigos, de chivos expiatorios. La única diferencia es que en estos días, con el terrorismo, se ha traspasado una frontera más en el ya hipertransitdo y muy español camino hacia la infamia; da la sensación, con Colau, con los musulmanes, con Carmena, de que hay por ahí en las redes y en los partidos un montón de gente emboscada deseando que el mundo tiemble para reafirmar su identidad y desatar su furia fueraborda. A ser posible, con ligereza, como si las acusaciones no pesaran. En Alcorcón aparece un alcalduelo dejando entrever que Colau tiene responsabilidad en las muertes y nadie del partido sale de inmediato a desacreditar su opinión y expedientarle; hasta el arzobispado de Madrid, que no es precisamente sospechoso de voltairenismo, tuvo más clase, más rapidez, más contundencia en el desmarque. El problema de ese monumental juego de espejos que es Twitter y que son las redes sociales, es que la ley de la selva se va introduciendo también como patrón en otros ámbitos. Incluido, el de la representación pública y el del periodismo supuestamente de autoridad, donde cada vez tienen más cabida este tipo de exabruptos mongoloides. De nuevo, el mal del fondo es el mismo. Falta pedagogía, formación, asimilación real de lo que exige y obliga la vida en democracia, ese retahíla de incomodidades feroces. Que no es, no pueden ser, todos esos estados de opinión latentes, propensos a la desmesura, a la desinformación, al dedo acusatorio. La distancia que media entre una crítica razonada y no militante y la calumnia es un buen mecanismo para saber dónde estamos, para mensurarnos colectivamente. De todo este incensante vendaval de despropósitos me quedo con lo poco que merece la pena; la dignidad sin retórica de algunos-pocos- políticos, las parodias de El Cordobés, gozosamente cervantinas y sin lógica atomizante. Ya que no llegamos dediquémonos al menos al cachondeo. Para no hacer el ridículo del todo.